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Bartolomé Pérez Gálvez

Valenciano sin imposición

De nuevo el sempiterno conflicto lingüístico. Por más que pasen los años, en estas tierras seguimos con la misma trifulca de siempre. Lejos de unirnos, la lengua sigue siendo un elemento discordante y de confrontación en la sociedad valenciana. Tras casi cuatro décadas de autogobierno, el uso del valenciano sigue estando bajo mínimos. Dice el conseller del ramo, Vicent Marzà, que dos de cada tres habitantes de esta comunidad son incapaces de escribir en la lengua de Joanot Martorell y de Ausiàs March; por cierto, catalanes ellos -según defienden las versiones oficialistas- aunque nacidos en La Safor. Las conclusiones del estudio «Coneixement i ús social del valencià 2015», también indican que la mitad de los valencianos no saben leer ni hablar bien la lengua valenciana. Eso sí, entender nos entendemos, que más del 70% se defiende a su modo.

Los resultados de la encuesta deben haber irritado a un Marzà que hace gala de su filiación nacionalista. En las últimas semanas, el conseller de la cuota de Compromís venía adquiriendo especial protagonismo, dando caña a todo lo que huela a iniciativa privada: desde los conciertos educativos a las universidades. Tanto derroche de ideología inclina a pensar que Marzà pretende posicionarse en la cúspide de su coalición. Por lo pronto es bastante más popular que su jefe de filas en el Bloc, Enric Morera, y no se puede negar su proactividad en un Consell bastante apático. En todos los frentes que mantiene abiertos, el joven conseller tiene tanta razón como la que le falta. Sin embargo, su alarde ideológico desprende cierto tufillo electoralista, con un regusto revanchista de «aquí estamos nosotros y ahora os vais a enterar». Y esa imposición a la mayoría social es peligrosa.

En fin, que volvemos a los tiempos de la cruzada valencianista. O más bien catalanista, que si González Lizondo o Blasco Ibáñez me leyeran, a buen seguro que me llevaba algún que otro garrotazo. Y es que poco tiene que ver la valencianía de ambos con la que pregona su tocayo, el conseller. La historia se repite y todo apunta a que asistiremos a una nueva inmersión lingüística, como en tiempos de Ciprià Císcar. A la vista está que el resultado obtenido con tanta matraca no fue el esperado. Lo de «la letra con sangre entra» es un mal método. Más aún cuando se intenta imponer una lengua que, debiendo ser defendida y respetada, no es la materna para la mayoría de los valencianos. Un detalle que, por cierto, suele obviarse en toda esta historia.

La bronca ha empezado con la advertencia de que el aprendizaje de la lengua valenciana será obligatorio en toda la Comunitat. Y, miren por dónde, no sólo no critico la decisión sino que la aplaudo. Como bien apuntaba Mariola Sabuco en estas mismas páginas, el Consell no hace más que cumplir con lo previsto en la Ley de Uso y Enseñanza del valenciano. Nunca se eximió de manera permanente a ninguna zona castellano parlante. Muy al contrario, la presencia del valenciano en todos los niveles educativos es obligatoria. Otra cosa es que, inicialmente, se planteara una implantación progresiva. Pero, casi treinta y cuatro años después de aprobarse la ley y sin avance alguno, parece que Marzà tiene más razón que un santo. Y, a la vista de los resultados de la encuesta de marras, se ha cansado de esperar.

Digo yo que las leyes están para cumplirse y, si no nos gustan, pues las cambiamos y asunto concluido. Durante las dos décadas de mayorías del PP podría haberse hecho y no fue así. Nadie ha propuesto, en estos largos años de vigencia de la ley, una modificación que excluyera de forma definitiva a determinadas comarcas. Así pues, cúmplase lo legislado y déjense de monsergas.

No veo problema alguno en que los escolares conozcan el valenciano. Más grave es, sin duda, que aprendan a incumplir las leyes. Ahora bien, cosa distinta es que estén obligados a dominar por imposición legal el uso de una lengua que no es la materna. Y es que aquí está el quid de la cuestión: imponer un signo de identidad que no es propio de la mitad de los valencianos, por mucho que extrañe que así sea. En honor a la verdad, la ley no exige el dominio del valenciano sino su conocimiento. Bien hace Marzà defendiendo un derecho, siempre que éste no se convierta en un deber. Ante el riesgo de que así sea, ya se le han levantado los alcaldes y alcaldesas de la Vega Baja. Ahí tienen al de Torrevieja, José Manuel Dolón (Los Verdes), ideológicamente nada sospechoso de hacer oposición al Consell y completamente acertado al recordar que la cultura no se impone, ni puede hacerse por decreto. Cuestión de respetar la no discriminación a la hora de emplear cualquiera de las dos lenguas oficiales ¡Ojo! que tan legal es una como la otra.

En su particular cruzada nacionalista, Marzà ha ido más allá y ha convertido ese derecho en un deber para los funcionarios. Aquí sí se le ve el plumero, siguiendo a pies juntillas la excluyente política lingüística catalana. En una comunidad como la nuestra, en la que sólo la mitad de sus habitantes es capaz de expresarse en valenciano, exigir el dominio de la lengua para acceder a la función pública -como pretende el conceller- equivale a excluir a la mitad de los aspirantes. Lo grave de esta iniciativa es que, al margen de su dudosa legalidad, hace temer un intento por ideologizar -aún más- los servicios públicos.

En el ámbito universitario, el conseller se ha manejado bien para capear las críticas. Cuando la Universidad de Valencia exigió un nivel C1 (mitjà) a sus nuevos profesores, Marzà se parapetó en la manida autonomía universitaria. En ese contexto prefirió olvidarse de la capacitación progresiva mediante criterios de «voluntariedad, gradualidad y promoción profesional», a la que hace referencia la Ley de Uso. Y mientras se exige un nivel C1 al profesorado -por cierto, con un 60% de suspendidos en la última convocatoria-, los alumnos a duras penas superan el B2 en el conocimiento del castellano. Mientras en el conocimiento del valenciano no avanzamos, en el del castellano vamos hacia atrás. Quizás el problema no sea la lengua, sino la imposición y, por supuesto, la pérdida de los hábitos de lectura, escritura e, incluso, de conversación. Triste es que estos aspectos no generen debate político, ni inclinen el voto.

Coincido con Marzà en que, en cosas importantes como la educación, todos debemos estar de acuerdo. Difícil será si se utiliza como medio de ideologizar a la población y mantener una división que ya es histórica.

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