Andábamos pendientes de la Eurocopa, de las mascletás previas a las Hogueras, del debate a cuatro y de ver cómo Rajoy se enfrentaba en solitario a los otros tres que pelean por descabalgarlo pero no saben cómo. ¿Por qué? No se aclaran sobre con quién, ni en cómo ni en qué asuntos ni sobre qué sillones pactarán. Andábamos pendientes, como en toda sociedad contemporánea que se precie de organizada y estable, de cuestiones domésticas, del día a día, de la cesta de la compra, del empleo y los salarios, de la paga extra que se acerca -para los que pueden que no son todos-, del calor, de la playa y de las vacaciones. Andábamos pendientes de eso, como todo ciudadano instalado en su rutinaria comodidad y, una vez más, nos sacude la violencia de una matanza, que se atribuye un trastornado y se apresura a firmar el ejército islámico.

Estamos instalados -lo he escrito varias veces y no me reprimo de decirlo una más- en la tercera guerra mundial y esta guerra tiene lugar con episodios sueltos, puntuales pero conectados entre sí y que obedecen a una lógica diabólica e imparable.

No hay frentes de batalla concretos. Los ejércitos no se emplazan -en Almansa ni en las Ardenas ni en Stalingrado ni en las riberas del Ebro- para pegarse tanto como puedan y salir de allí, uno victorioso y el otro derrotado y huyendo. Esta es una guerra de otro estilo, lo que ellos -los terroristas- llaman guerra asimétrica porque tiene lugar entre entidades de muy distinta potencia, de una capacidad abismalmente diferente.

El razonamiento que lleva a cabo el terrorista es el que sigue: el mundo es mi enemigo, el mundo -occidente, los americanos, los infieles, los nacionalistas, los ateos, los homosexuales?, cualquiera que no sea de su cuerda o a quien quieran demonizar como enemigo a batir y del que librarse aniquilándolo-. El mundo es mi enemigo -sigo con su razonamiento- y, como su potencia para hacerme daño es muy superior a la mía, a ella tengo que anteponer el factor sorpresa, la audacia, la exposición de mis militantes y lo inesperado de mis acciones de guerra, esas acciones que nosotros llamamos actos terroristas y que ellos jamás reconocerán como tales. He conocido centenares de terroristas y ni uno solo ha reconocido serlo.

En estas estamos. Un individuo al que su ex mujer etiqueta como violento y bipolar y del que su propio padre afirma que odia a los homosexuales -como se puede odiar a los coleccionistas de sellos o a los practicantes del boxeo o a los forofos de los bailes de salón-. Con lo fácil que es, si a usted no le gusta determinada condición o actividad, limitarse a no practicarla. Por ejemplo, yo me mareo en los barcos. Invítenme a un yate lujoso, con caviares y champanes, con rubias de vértigo, con poesías susurradas al oído cuando la luna en el mar riela y en la lona gime el viento, que no iré ni amarrado. No iré. Le agradezco la invitación. No iré pero tampoco intentaré organizar una debacle dinamitando el barco en nombre de ningún dios porque todos los que participan en esas actividades más que lúdicas pecan escandalosamente y dificultan el establecimiento del reino de dios en la tierra.

El terrorista -en general no es un loco, no hay que etiquetar de locura a toda maldad que se nos enfrente- sí es un psicópata fanático con ideas sobrevaloradas y desprecio absoluto por el otro.

El terrorista no tiene por qué tener conexiones estrechas y localizadas con el gran movimiento terrorista global que, desde Al Qaeda hasta hoy, ha devenido en el Isis o en el Daesh o en el Ejército Islámico o en el Boko Haram o en cualquiera de las múltiples denominaciones que utilizan según el lugar en que se muevan. En una Norteamérica donde las leyes sobre tenencia de armas parece dictarlas la «Asociación del rifle», cuya cara más famosa es Charlton Heston, un trastornado se hace con un arma de guerra capaz de disparar cien balas por minuto, perpetra una masacre en una fiesta latina. Se identifica como ferviente musulmán y hace alusiones telefónicas a Abú Bakr Al Baghdadi o a Abu Salha -suicida en Siria en nombre del frente Al Nusra-. Aunque jamás haya tenido el menor contacto con el Ejército Islámico, éste se apresura a reivindicarlo como propio y a afirmar que «el combatiente» es un soldado del califato porque le resulta muy fácil rentabilizar una masacre que potencia su exhibición de capacidad operativa. El terrorista no ha eludido los controles para llegar al hipervigilado occidente, ha nacido y se ha educado en él aunque su socialización y su valoración personal, su orgullo, hayan crecido vinculándose a quien, desde lejos, le da razones estúpidas para matar y para morir.

Es otro sobresalto, una calificación blanda e inadecuada porque estamos acostumbrados a las masacres y etiquetamos como simple sobresalto cualquier catástrofe que ocurre lejos de nuestra puerta. Vemos el tiroteo y los muertos en el telediario del mediodía o de la noche y seguimos comiendo, pedimos el postre, el café o la copa, como si la cosa no fuese con nosotros. Si ánimo catastrofista -la seguridad absoluta no existe por más medios que se empleen- la acción de Omar Mateen no ha sido la primera ni, con otros autores, será la última.