La infancia es un período mágico. Los psicoanalistas le prestan especial atención pues en esos primeros años es cuando experimentamos los acontecimientos que nos determinarán para siempre. El mundo de la fantasía se mezcla con una realidad aún carente de significados profundos. Dragones y utensilios cotidianos conviven con normalidad, y una cierta anarquía, propia del superhombre de Nietzsche nos gobierna, pues aún no hemos interiorizado las normas sociales. Estamos indefensos física y psicológicamente, porque nuestra fortaleza muscular aún debe desarrollarse, al igual que las funciones complejas de nuestro cerebro.

El novelista Sándor Márai escribió: «Esa experiencia es la infancia. El recuerdo de la expectación. Es lo que hay en el fondo de todas las vidas. [...]. Las voces, las luces, las alegrías y las sorpresas, las esperanzas y los miedos que encierra nuestra niñez, eso es lo que realmente amamos, lo que buscamos durante toda la vida. Y para un adulto, quizá sea el amor lo único que puede devolverle algo de esa espera temblorosa e impaciente».

Según Platón, antes de nacer estamos en contacto con las ideas, con la verdad y, al nacer, vamos olvidándonos de ellas. Así, el resto de la vida se convierte en una búsqueda incesante por volver a alcanzar esa verdad.

Por otra parte, la mayoría de los psicólogos coinciden en que, cuando nuestra infancia no ha sido afortunada, acarreamos traumas de difícil solución por muchos años. Miedos inexplicables, sentimientos de culpa, o rencor nos acompañarán como una sombra constante. Del mismo modo, si el hogar en el que nacemos estaba desestructurado o carente de amor, encontraremos serias dificultades para crear el nuestro propio cuando sea el momento. Lamentablemente, para estas personas, y siguiendo la descripción de Márai, la búsqueda del amor no les acercará a esa verdad, sino a otro lugar más oscuro.

No obstante, ninguna experiencia tiene el poder de condicionarnos de forma tan determinante como para no poder modificarse con entrenamiento y valor. Al fin y al cabo, es nuestro deseo lo que debería impulsar nuestras decisiones.

Si nos detenemos unos instantes a revivir aquellas primeras andanzas y travesuras, seguramente hallaremos el motivo originario para vivir. Cuando jugábamos con nuestros hermanos o nuestro perro, o nos disfrazábamos, sabiendo que nada era tan importante como creían los adultos.

Todas aquellas vivencias, que nos definen hoy, continúan vivas en ese viejo desván de la memoria, indicándonos el verdadero camino como un mapa para que no nos perdamos.