La mascletá ha ido poco a poco ganando adeptos a su causa. En años en que barracas, hogueras e incluso fuegos artificiales pasaron por sus respectivos sarampiones, la exaltación del estallido controlado y orquestado de la pólvora, ha ido asentándose desde que hace ya años se consolidara su celebración en la excelsa plaza de los Luceros. Centro neurálgico de la ciudad durante las fiestas de las Hogueras, acoge en sus vías de confluencia a esos miles de alicantinos y forasteros, que ávidos de fuertes sensaciones se aprestan a escuchar el ritmo trepidante de la mascletá. Abrazos, saludos, reencuentros, con los amigos de siempre, con los ocasionales, con conocidos, con aquellos que, sin tener noticia alguna sobre su nombre y condición, a nuestro lado nos acompañan, con los que entablamos conversaciones, compartimos cervezas, salazones o coca amb tonyina, en la espera nerviosa a que comience el espectáculo. Sube el nivel de adrenalina, se huele la pólvora, la espera se hace larga, las dos se hace de rogar, la gente se mira ansiosa por escuchar una nueva sinfonía en conjunto de explosiones que, acordes, suenan y retumban por la ciudad.

Sinfonías que componen los maestros pirotécnicos para deleite de la ingente muchedumbre que se da cita en los alrededores de la plaza de los Luceros. Desde el asfalto dirige la orquesta sinfónica compuesta por bombos, timbales y tambores que hacen trepidar sus membranas a través de la pólvora. Explosión ensordecedora que transporta a los escuchantes a un mundo de vibraciones que recorre su cuerpo como si las ondas de un seísmo atravesaran sus epidermis y terminara por instalarse por momentos en el alma, para en ese breve instante comunicarnos con los que nos rodean y con los que ya no están. Se rasga el cielo, como si miles de cíclopes surgieran de nuestras playas y con sus gigantescas uñas arañaran el firmamento en búsqueda desenfrenada de Ulises y sus compañeros.

Pentagramas de acceso limitado a las notas más graves, dibujado en acústica armonía en el cielo alicantino, pentagrama de estallidos en do, en re, de confusión y choque de átomos de corcheas con fusas o semifusas que componen el más bello y embriagador concierto de detonaciones, truenos y explosiones que la pólvora puede llegar a originar. Cohetes votivos que surcan el fulgente firmamento del mediodía alicantino, que se elevan en recuerdo vívido de quienes ya no están, de aquellos que sembraron alicantinismo en nuestros corazones. Emotividad a flor de piel que altera intensamente nuestro ánimo en placentera perturbación de nuestros sentidos, estremecimiento somático en perfecto vínculo con los escasos minutos de atronadoras explosiones que van escalando en intensidad hasta el clímax final, punto culminante de la mascletá.

Música de pólvora, atada en cordeles, encarcelada en papel y cartón, dispuesta en perfecto orden para atacar la melodía en estallidos trabajada metódicamente por los pirotécnicos. Nubes de humo que cubren el añil cielo mediterráneo, nubes de humo que como densa boira envuelven petardos y cohetes por disparar, nubes de humo que esparcen el olor a pólvora por toda la ciudad. Mascletá que, desde el otro extremo de Alfonso el Sabio, observa y preside orgullosa, en privilegiada posición, la montaña del Benacantil. Y en la más pura tradición festera, cuando la más fuerte y atronadora explosión indica el final de la mascletá, alicantinos y visitantes, se retiran a sus barracas, acuden a los restaurantes para dar cuenta de arroces y viandas, que sin solución de continuidad, tras un necesario e higiénico maqueo corporal, visitan el coso taurino pasando del olor a pólvora al del albero, de la emoción y conmoción de los sentidos de la mascletá a los de la tauromaquia, del aplauso y vuelta a Luceros del maestro pirotécnico, a la ovación y vuelta al ruedo de los maestros en el arte de Cúchares. Alicante en fiestas se huele, se oye, se siente, se ve, se toca.