El Estado de Bienestar debería consistir en eliminar el Estado de Malestar: el hambre, la miseria, los tercermundismos... y después incrementar el confort físico y síquico de cuantos no sufren esas epidemias y de quienes ahora las padecen. Es decir: un gobierno se debe ante todo a la igualdad y la solidaridad de sus gobernados, idénticos en derechos y deberes. Y también en privilegios y penurias, si los hubiese.

¿Qué hacer cuando los gobernantes no cumplen su deber, que es repartir justicia justamente? ¿Qué hacer cuando se convierten en mesías cuyas promesas son profecías de sus falsedades? ¿Qué hacer cuando ningún candidato al gobierno merece la confianza del ciudadano? ¿Cómo va a ser consecuente el que vota a alguno si no cree en ninguno? ¿Cómo echarlos democráticamente de la democracia que no respetan? Solo el pueblo, que es el que los ha elegido, puede arrebatarles el poder con el poder de su voto. En este caso, con la ausencia de voto.

Sin duda, no es la mejor opción; pero es tan legítima como las otras: no votar a quien no lo merece, sea un partido político, dos o todos. Ese es el único golpe de Estado democrático: demostrar en las urnas que los presidenciables no son dignos de ellas.

Se nos dice que quien no vota no es coherente con la democracia: como si no fuera democrático decirle a los políticos, al no votarlos, que ninguno tiene crédito y que se vayan o cambien radicalmente hasta convertirse en la pura honestidad. Un político no puede vivir de los ciudadanos, sino para ellos. De modo que, si se les vota, por muy mal que lo hagan siempre tendrán el respaldo de las urnas para seguir haciéndolo mal; otra cosa es que de repente se encuentren -como excepción y castigo- con que no tienen ni votos ni sueldos de la ciudadanía: entonces no tendrán más remedio que ser eficaces y honrados, o retirarse. Que no es igual saberse respaldado por un diez por ciento que por un 80. La abstención de una mayoría significa un no en las urnas: una participación raigal: echar a los buitres para sembrar palomas. Significa un sí a la regeneración del sistema, no una apatía o desinterés.

Mientras tanto el político vive atrincherado en la conciencia de que el votante lo necesita para solucionar, bien o mal, sus necesidades de convivencia. Y, también mientras tanto, el que busca un buen administrador de su voto se inmoviliza en un monólogo semejante a este:

«¡Si no voto no cumplo con las reglas sociales, y si voto reniego de mí mismo! ¿Tendré que votar como un borrego concienciado a uno de estos presuntos bienintencionados con turbias intenciones? ¿Contribuiré con mi voto a mantener este Estado de pan y circo? ¿Este era el sueño de la democracia? ¿Cómo votar, y a quién, si todos son indignos de ser votados? ¿No será mejor demostrarles primero que somos tan necesarios para ellos como ellos, si son buenos, para nosotros?».