Supongo que era un fin de semana cualquiera con sus planes. Que siempre soñó con ser feliz como todos lo hacemos. Que su vida deambuló, como hacemos el resto, buscando sus amigos y sus amores. Un fin de semana más en un club que se convirtió en un infierno. «Mamá, te amo», escribió. «Hay un tiroteo en el club, estoy atrapado en el baño. Llama a la policía. Voy a morir».

La vida no puede ser arrebatada porque un malnacido acabe con tu forma de ser, o de amar. No podemos permitirnos el ser indiferentes cuando un hijo nuestro acaba acribillado por vivir su vida libremente. Que ame a quien quiera, no puede ser su condena. Este crimen homófobo, religioso, fanático, de loco, no puede entenderse sin el odio a un ser humano. Esta sociedad, enferma de intolerancia, es capaz de construir monstruos que tirotean a cualquier persona por su forma de ser, por su forma de amar.

Usted piense que el hijo muerto es el suyo, porque solo desde el dolor propio, no del ajeno, se puede uno adentrar en la barbaridad vivida. Usted piense que su hijo se acicala un fin de semana para disfrutar con sus amigos y le llaman para entregárselo en una bolsa de plástico asesinado por un odio difícil de explicar.

No son seres anónimos, son hermanos nuestros. Son hijos nuestros. Son aquellos por los que un Dios vino a este mundo. «¿Quién soy yo para juzgarlos?». No hay dios que justifique esta matanza, ni ninguna. Porque el amor no puede ser objetivo de las balas. Cuesta entender qué pasa por la cabeza de un monstruo capaz de entrar en un local a disparar contra la vida. Cuesta entender ese almacenaje de odio, solo atribuible a una patología de muerte, que hace de una persona, un criminal.

El dolor de sus familias es el dolor nuestro. Porque si no construimos una sociedad tolerante ante lo diferente, si no somos capaces de condenar cualquier atisbo de racismo, xenofobia u homofobia, nuestra sociedad vivirá atada a que estos hechos se produzcan más regularmente. Es la educación la que hace libres a las personas. Cuando alguien entra en un sitio con un cinturón de balas y riega el suelo de sangre, una parte de esa cadena educativa ha fracasado. Yo intento que mi hijo esté educado en la tolerancia, y soy responsable de su visión sobre el mundo, su comportamiento y su relación con las personas. Si educamos en el respeto, será difícil que estos animales disparadores crezcan.

Eddie llamó a su madre como último cordón umbilical antes de ser abatido por un malnacido. Su madre, esa que le escuchó y que siempre le quiso. Esa que hubiese dado la vida por su hijo clamó porque su hijo la llamase. Pero sólo podía enviar mensajes para no alertar al bicho que lanzaba tiros contra todos los pobres indefensos. La madre sufrió en una muerte retransmitida por móvil. ¡Qué dolor para una madre! Su hijo, inocente, fue abatido por amar a su manera.

El asesino no merece ser nombrado. Víbora y sanguijuela, decidió que la vida de los demás la administraba él. Todo ese odio, repugnante y canalla, sólo es atribuible a él y a su familia que lo hicieron así. Claro que es responsable la familia. Cada uno de nuestros hijos es responsable de sus actos, y nosotros de su educación.

Se escondió para no ser acribillado, como se había escondido para no ser juzgado por una sociedad juzgadora. Su vida fue arrebatada en minutos sin haber podido abrazar a su madre. A esa madre a la que le llegaban las lágrimas a los tobillos mientras esperaba un final feliz. Pero el odio se hizo camino. Balas y sangre que destrozan la vida sin razón. Odio administrado por religiones mentirosas que se aúpan en la mente de algunos. «Llámalos mami. Llama a la policía. Sigo en el baño. Él está llegando. Voy a morir».

Eddie Jamoldroy Justice no volvió a hablar. Murió sin poder besar a su madre. Una madre, muchas madres, lloran hoy sus muertes. La muerte fue diseñada por un hombre que odiaba la vida. E hizo del mal su «proeza». Descansen en paz.