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El debate

Míralos como reptiles al acecho de la presa,

negociando en cada mesa maquillajes de ocasión (?),

locos porque nos deslumbre

su parásita ambición.

L.E. Aute,

¿Debate? ¿Qué debate? Yo lo único que vi fue una riña de gatos por escaldar y otros escaldados a los que el agua hirviendo parece que no les queme, adormecidos y prudentes hasta la cobardía. El debate fue lo de siempre. Una suerte de frases hechas y lugares comunes que conocemos hasta la náusea y unos envites de chichinabo, un nadar y guardar la ropa, un «te doy en la boca un poco para que no me des a sabor y me saltes los dientes». El mismo juego de polvo de arena de patio de colegio y ese fanfarroneo tabernario de a ver quién es el que la tiene más grande (la corrupción, en este caso).

Demasiada expectativa para caldo tan poco sustancioso. Demasiado espectáculo mediático con casi tantos moderadores como líderes a moderar. Yo tengo un sueño, dice el de la marca blanca de los de las gaviotas. Coño, y yo, y todos ustedes y Martin Luther King y el coño de la Bernarda si se me permite el desbarre. Tenemos el sueño de la dignidad, ese sueño en que todo Dios pueda acogerse al asilo en sagrado de su casa, pueda comer dos veces al día, se duche con alegría por las mañanas oyendo los resultados del fútbol o los cuarenta principales y salga a la calle esperanzado o esperanzada porque tiene un curro digno y sabe que tiene un sitio donde volver, donde volver a empezar, donde abrazar a sus hijos sin la triste sonrisa del miedo partiéndole los morros. Día sobre día, azul cerúleo sobre las farolas cuando adormece el cansancio. Claro que tenemos un sueño. Que os pongáis de acuerdo de una puta vez para sacar las medias tintas de nuestra sombra, que es muy negra, ¡carajo!

El señor de las gaviotas, fanfarrón en funciones, barbacana, pelo azabache y bizquera intermitente, directamente proporcional a sus embustes y embelecos, saca pecho e intenta hacernos creer que todo va miel sobre hijuelas. ¿Pero este hombre no sale a la calle? ¿Este pazguato no ve la marea de pasquines a piel de acera donde reza «sin recursos, una ayuda»? ¿No ve la tristeza alambicada de las esquinas? ¿No ve pájaros muertos en muchas miradas?

Pedro Bello, aprendiz de Conzalón, iba perdiendo en altanería y ganando en rubores a medida que pasaban los minutos. Ahí sí que se nos vinieron encima las astracanadas, la medida de los prepucios, el escupitajo por el colmillo y la más burda genética de todos los despropósitos. ¿Y la Gurtel, eh, eh,,,? Pues anda que los eres ¿ eh, eh..?

Y el ninguneo a los que vienen de refresco con máscara de oxígeno para el que la haya menester. Ataques con la boca chica. Una pica en Venezuela y otra en Irán. Una infecta maniobra de acoso y derribo a lo que salió espontáneamente como el tojo entre el asfalto. En esa hierba sola, erguida y digna, estábamos muchos. Era la revolución dulce e incruenta que muchos deseábamos. Me importan una mierda todas las coletas del mundo. Lo que sí me importa y espero con toda mi alma que siga cundiendo por los siglos es que una frágil planta pueda abrirse paso entre el cementerio de cemento en que nos hemos convertido, en que nos han convertido.

Acabo con el gran Luis Eduardo Aute, tal como empecé:

«Y me hablaron de futuros fraternales, solidarios, donde todo lo falsario acabaría en el pilón. Y ahora que se cae el muro, ya no somos tan iguales, tanto vendes, tanto vales,

¡viva la revolución!»

Y que se cure muy mucho la casta de los idus de marzo que, como alguien tenga los santos cojones de reinstaurar la justicia en este país, de resucitar a Montesquieu, de devolver la separación de poderes que nos quitaron, van a temblar hasta los huesos de Felipe II.

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