Cuando hace doce o trece años criticabas en alguna reunión la política económica y social del gobierno de Francisco Camps -en pleno auge de la burbuja inmobiliaria y con la máquina de dinero público empleada a toda máquina en obras faraónicas- solías ser acusado de no entender nada de economía o de ser un resentido por los éxitos del Partido Popular valenciano. Sin embargo, en el año 2004 y 2005 ya se podían leer estudios económicos que alertaban del desastre financiero que se avecinaba en las cuentas públicas valencianas, así como podían leerse las denuncias que hacían algunos medios de comunicación y los partidos de izquierda en la oposición que señalaban que las prácticas corruptas en las instituciones valencianas eran algo más que un rumor que no terminaba de probarse.

Veinte años después de la llegada del PP al poder en la casi totalidad de los ayuntamientos de la Comunidad Valenciana, al Consell y a las tres diputaciones provinciales, la realidad parece ser mucho peor de lo que algunos «agoreros», como al parecer era mi caso, pudimos imaginar en su momento. Lo que se ha descubierto gracias a la actuación judicial y policial es que el entramado de aprovechamiento del dinero público en beneficio de muchos dirigentes del Partido Popular valenciano así como de sus amigos y de sus familiares que se puso en marcha al poco de llegar al poder el Partido Popular no sólo ha traído la ruina económica para las arcas valencianas sino también el desprestigio de la política y, sobre todo, el sufrimiento de aquellos que debiendo ser amparados por el sistema social que en teoría debería haber funcionado fueron olvidados a su suerte. Me refiero a los discapacitados y dependientes que, tras ser aprobada la llamada Ley de Dependencia (Ley 39/2006 de 14 de diciembre) y ante la obligación de la Generalitat de aportar la parte que le tocaba para el cumplimiento de esta ley, deberían haber sido ayudados por el gobierno autonómico de Camps el cual se negó a hacerlo poniendo una y mil trabas al legítimo derecho de sus beneficiarios de poder disponer de las ayudas, monetarias y de otro clase, que traten de paliar las duras condiciones en que deben desarrollar sus vidas. Y las de sus familiares también.

Por aquella época salía a cenar de vez en cuando con un grupo de personas. A varios los conocía desde la infancia. Eran esa clase de reuniones en las que sólo se habla de naderías. No se podía conversar sobre literatura porque no interesaba a nadie. Tampoco de cine de autor porque nadie iba a verlo. Mucho menos de exposiciones de fotografía o de arte si no quería parecer un engreído. Pero por encima de todo no se podía hablar de política. El desastre que ahora estamos sufriendo los valencianos con el peligro diario de colapso financiero tras años de despilfarro y corruptelas fue durante una época tema tabú para un sector de la sociedad. Se defendía la idea del desarrollo económico existente con la soberbia del que ha hecho dinero de manera rápida -como fue el caso de los que se saltaban las normas urbanísticas gracias a sus contactos en el Partido Popular- y con la condescendencia de los que pensaban que, por fin, tras unos cuantos años de tener a peligrosos socialistas en las instituciones, la cosas volvían ser como tenían que ser. Es decir, como Dios manda. Las pocas veces que en alguna de esas cenas yo hacía alguna referencia a la situación política de la Comunidad Valenciana era atacado y contestado por la mujer de un conocido con una vehemencia que rayaba la grosería, cerrando así cualquier posibilidad de diálogo constructivo.

Si repasamos ahora el catálogo de casos investigados por la justicia y si tenemos en cuenta los miembros del PP valenciano en la cárcel o a un paso de ella, el resultado es demoledor. Veamos; la trama creada por la visita del Papa -dirigida por Juan Cotino- para desviar dinero público; las facturas de gastos suntuosos de Gerardo Camps; la confesión del constructor Enrique Ortiz admitiendo ante la Audiencia Nacional que financió ilegalmente al Partido Popular; la trama Gürtel en su rama valenciana; los líos del IVAM de Consuelo Císcar que a su vez es la mujer de Rafael Blasco, exconseller que cumple pena de cárcel por corrupción; delito electoral en las campañas de Rita Barberá; el escándalo de desvío de fondos del presupuesto del Palacio de las Artes de Valencia, con Helga Smicht dirigiendo lo que la policía denomina Trama de la Ópera; el caso Taula, que ha dejado empantanado el grupo municipal del Partido Popular del Ayuntamiento de Valencia o el desastre de la Fórmula 1. Y qué podemos decir de Alfonso Rus y sus «dos millones de pelas».

Visto el trampantojo de relaciones personales que se crearon para aprovecharse de las arcas públicas valencianas, la pregunta que cabe hacer es ¿quién dirigía la Comunidad Valenciana mientras las cabezas visibles del PP y del Consell se dedicaban a llamarse unos a otros para recibir o pedir algún regalo, para repartirse dinero o para amañar contratos?

El último escándalo que hemos conocido ha ocurrido en el Hospital provincial de Castellón. El exgerente, Rafael Arce, encontró en el año 2014 un enorme número de facturas hinchadas o injustificadas que se emitían a determinadas empresas, lo que supuso un desfalco a la sanidad valenciana de 25 millones de euros sólo en este hospital. El exgerente tuvo que cambiar las cerraduras de las puertas que daban acceso al archivo para que no desapareciese nada, meter personalmente las facturas en cajas y llamar a la fiscalía para que viniese a buscarlas. Sólo le faltó conducir personalmente las furgonetas en las que se llevaron la documentación. Mientras hacía todo esto recibió el siguiente mensaje anónimo: «Mucho cuidado con lo que dices».

Ya puede la señora Bonig inventarse manifestaciones como la de hace unos días de la escuela concertada (el PP llegó a cerrar 70 aulas en un año) para desviar la atención. Si quiere tener algún día credibilidad política antes tendría que pedir perdón personalmente a cada discapacitado o dependiente que no tuvo la atención adecuada porque sus compañeros se gastaban el dinero público en fiestas, comidas o alquilando coches de lujo cuando no lo robaban a manos llenas.