Cuando a la hora de elegir una carrera universitaria me incliné por estudiar Historia y desde entonces ha sido mucho lo que he leído, analizado, investigado y escrito sobre nuestro pasado más o menos reciente, sin embargo, nunca se me había ocurrido, en un tono menor y amable, tratar temas relacionados con mi infancia, aquella que para Mario Benedetti es un privilegio de la vejez. Será, pues, que me estoy haciendo mayor y la recuerdo con más claridad que nunca, como manifestaba el entrañable escritor uruguayo.

Con una madre alicantina y un padre ilicitano que supieron insuflarme el amor por ambas ciudades, lejos de rivalidades pueblerinas, en la casa de la Rambla de Méndez Núñez donde nací y residí hasta que me casé, siempre se vivió muy apegado a nuestras tradiciones que son la esencia y el hecho distintivo de una tierra.

El arribo de las Hogueras suponía una doble felicidad porque era el signo de que con las fiestas se acababa el colegio y comenzaban las vacaciones estivales. Indefectiblemente se compraba coca en tonyina del horno de San Nicolás y brevas y peritas de San Juan del Mercado Central.

Nunca dejó mi madre de pagar el cupón de la foguera de la Rambla que le pasaba el cobrador regularmente y, sin embargo, aquel distrito era muy modesto, lo que se reflejaba en un monumento fogueril pobretón que se plantaba delante de casa, en la intersección de la calle Altamira y el Portal de Elche. Recuerdo uno horrible que tenía un estanque hasta con agua y cisnes de madera flotando que, claro, no hubo quien le prendiera fuego; y otro más novedoso con una base de doble arcada bajo la que podían pasar los coches que entonces no eran muchos.

Y en aquellos años quienes se llevaban los primeros premios eran siempre o Benalúa o Ciudad de Asís, y para allá que marchaba con mis padres a ver las ganadoras, casi siempre salidas del ingenio de Ramón Marco.

En la calle se olía a pólvora y a mí me dejaban comprar en los carritos las piulas que hacía estallar contra el suelo, los mixtos de trueno que soltaban chispas cuando los rascabas sobre una pared rugosa y las bengalas que reservaba para la noche. Cuando se me terminaban, le ponía papel de plata al fósforo de las cerillas y salían de estampida como cohetes.

Lugar tan privilegiado, me hizo ver en los balcones de casa desde pequeño todo lo importante que acontecía en los tres días de Hogueras, eran tres, y los de las siguientes fiestas de San Pedro. No sólo las cabalgatas ya perdidas como la del Foc, que llenaba de humo la Rambla, y la histórica de doña Violante sino también el Desfile de la Provincia con el cañón que traían los Moros y Cristianos de Villajoyosa que dirigían hacia la gente para darles miedo, o el Coso Multicolor del día de San Pedro con el lanzamiento de serpentinas sobre las carrozas, nunca confetis, porque decía mi madre que se le llenaba la casa de aquellos diminutos papelitos que no había luego quien los recogiera.

Los días de toros pasaba la banda de la Cruz Roja tocando pasodobles camino de la plaza, con el popular Ramonet portando delante un gran cartel con todas las corridas de la feria. Y de vez en cuando llegaba a hombros algún torero triunfador al que llevaban hasta el hotel Carlton, lugar habitual de alojamiento. Frente a él, arrastrando un camión de juguete por la Explanada, conocí a Pedro Morales, el entrañable guardia del cruce con la Rambla, con el que hablaba y que un día le puso una multa al camión y yo me fui tan contento a casa con aquel papel amarillo. Y el bueno de Pedro, que llegó a sargento de la Policía Municipal, me aficionó a los toros y me llevaba de la mano a ver una corrida alguna tarde desde su modesta casa de la calle Jacinto Benavente del barrio de Montoto. Me acuerdo de un enorme toro colorao de Miura con 622 kilos que le tocó a El Tino; él me iba explicando pormenores de la corrida con un afecto infinito.

A partir del día 25 me encantaba ver los castillos de fuegos que lanzaban desde en medio del puerto. Siempre eran las mismas pirotecnias que recuerdo perfectamente: una única alicantina, la de Blas Aznar, de la Olla de Altea, la Cañete de Murcia, Brunchú de Godella, Caballer de Moncada y Zaragozana.

La Explanada lucía de manera especial porque en la zona alta de las palmeras, allá donde nacen las ramas, colocaban unos conjuntos de bombillas de colores que le daban una visión muy atractiva. Precisamente las tracas luminosas se colocaban en zigzag enganchadas a los troncos, estando la parte final junto a la Puerta del Mar donde figuraban unos petardos descomunales que luego no estallaban tanto como podría parecerse. Y la gente corría la traca sobre el paseo sin impedimentos.

Indefectiblemente en el parque de Canalejas contemplaba las marionetas de Maese Villarejo y sus personajes de Gorgorito y Rosalinda con las canciones de Té, chocolate y café y Yo tenía diez perritos como fondo.

Por la noche, horchata en el kiosko de Jaime y visita a la Tómbola Alicantina de Caridad, que se instalaba al comienzo del paseo de Gómiz, a comprar boletos de aquellas canastillas de mimbre y ver si tocaba el ansiado sobre sorpresa. Cómo quedan en la memoria los olores del espacio de ilusiones al igual que los recuerdos de unas anécdotas sencillas engrandecidas por el paso del tiempo, dándoles la importancia de la niñez perdida como el divino tesoro de la juventud de Rubén Darío que se fue para siempre y cuyo busto nos observa desde el paseíto de Ramiro.