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Arturo Ruiz

Desde aquel garaje del 77

Cuenta Gerardo Muñoz en estas mismas páginas que el PCE celebró su primer mitin en Alicante para unas elecciones generales en un garaje abandonado. No tenía otro sitio. Era 1977. Desde entonces y en 39 años, la izquierda situada más allá del PSOE ha experimentado una transformación radical. Aquellos tiempos en que los camaradas debatían sobre si había que continuar siendo prosoviéticos y abrazar o abjurar de la herencia de Stalin parecen hoy arqueología histórica. Durante las primeras citas de este país con las urnas, mientras por las ventanas abiertas a una nueva era los acordes de Jarcha exhortaban a vivir la libertad sin miedo, aquel PCE orgulloso aún de su hoz y de su martillo no supo hacer valer el prestigio de años de lucha contra el franquismo. Y naufragó: de derrota en derrota electoral tuvo que elegir entre reinventarse o morir. Y se inventó IU, una izquierda más plural, más moderna, con la que Julio Anguita soñó por un instante en los noventa con aplicarle el ansiado «sorpasso» al PSOE. No funcionó, pero aquel primer ensayo enseñó el camino que debía venir después: para que el antiguo partido de Carrillo y Dolores Ibárruri aspirara a tocar poder iba a tener que diluir su identidad hasta la mínima expresión, camuflar una memoria de décadas, disimular al máximo la Internacional. Y eso es lo que ha sucedido casi por obligación: tras el batacazo de diciembre, a Alberto Garzón no le ha quedado otra que bañar las históricas banderas rojas en el morado de Pablo Iglesias y, en la Comunidad, maquillarlas aún más con el naranja a la valenciana. Y ahora sí, ahora se atisba el «sorpasso». No sólo porque las matemáticas preelectorales insinúan que tanta alianza podría superar al PSOE en votos, sino sobre todo porque ha colocado a los socialistas en un dilema terrible: o unirse a la gran concentración con PP y Ciudadanos y perder el respaldo que le queda a la izquierda o dejarse devorar por un hipotético pacto con Garzón e Iglesias. Quién lo iba a decir en el 77. Qué lejos quedan ya aquellos tiempos del garaje. Y de la hoz y el martillo. Y evidentemente del camarada Stalin, al que tan poco le gustaba mezclar los colores.

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