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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

Las tiendecitas del barrio

He sido niño de barrio. Mi infancia la deambulé del centro a la periferia, como en la canción de Serrat. Del centro más centrado de Madrid, donde vivían mis abuelos, a una periferia que entonces estaba muy lejana y hoy es casi centro, porque eso tienen las ciudades, que se desbordan de sus márgenes. En mi barrio no es que hubiera un comercio espectacular, pero sí muchas tiendecitas de cosas diversas: desde los que vendían cromos, canicas y chicles bazooka, a las pastelerías que elaboraban bocaditos de nata o la farmacia de nuestra amiga Isabel. Para las compras de ropa había que bajar al centro (Nota para mí mismo: ¿Por qué siempre se baja al centro, nunca se sube? Hay que investigarlo), pero en el barrio se podía adquirir todo lo demás.

De todas las tiendas mis favoritas son dos: las mercerías y las ferreterías, quizá porque soy virgo y, por tanto, admirador del orden. En las primeras no recuerdo haber nunca comprado nada, pero me ha admirado ver los géneros encerrados en multitud de cajoncitos llenos de carretes de hilo, tiras de encaje y alfileritos. De las ferreterías antiguas me apasionan esas cajas de madera desbordantes de ferralla, herramientas maravillosas, llaves brillantes y millones de tornillos y tuercas. Oí en una entrevista a Jorge Luis Borges que lo primero que hacía cuando llegaba a una ciudad nueva era hacer que le llevasen a la ferretería más antigua, primero quizá para deleitarse con la contemplación y cuando se quedó ciego, con la atmósfera que envolvía a esos templos de la técnica, antes de convertirse en mercadillos del bricolaje. Sin ir tan lejos como el escritor argentino, cuando he viajado solo por países lejanos no he resistido la tentación de meterme en una ferretería antigua, de las que ya no quedan. Tengo grabados esos olores y los de la barbería de mi infancia en la calle de Manuela Malasaña, al lado de casa de mis abuelos. Pero esa, la de las barberías, es otra historia.

Tanto en mi barrio suburbano como en mi otro barrio del centro había cientos de tiendecitas con tenderos que entendían y conocían cada uno de los objetos que vendían. Si pedías una caja de compases, te traían varias para que eligieras y te hacían un panegírico de las virtudes y defectos de cada una, al fin y al cabo ni el tendero ni el cliente tenían prisa y la venta no parecía una prioridad ni un fin en sí mismo, sino el desenlace normal de una conversación. Estoy contando lo que conozco de Madrid, supongo que en Alicante sería lo mismo, quizá con una forma más mediterránea de ver la vida distinta de la mesetaria que viví.

El caso es que quería escribir sobre la muerte de las tiendecitas del barrio y me está saliendo una crónica costumbrista valleinclanesca, salvando el acantilado que hay entre su prosa y la mía. Lo cierto es que hace poco hice un viaje sentimental por las calles de Monteleón, Carranza y San Bernardo que tanto he pateado de pequeño y donde había una carbonería se había instalado una tienda de chinos, y más allá una franquicia de pan y en la esquina otra de chinos y así, entre chinos y franquicias habían acabado con las tiendas de mi infancia.

En Alicante pasa igual. En los barrios resisten algunos, probablemente más por no saber a quién transmitir el negocio que por ganas de competir con chinos o franquicias, pero no es muy probable que puedan sobrevivir, por lo menos todo gira en su contra, incluso los propios hábitos de los consumidores. Las tiendas con sabor local, en las que conocías los nombres de los dependientes, dejan paso a establecimientos que tienen el mismo género -o parecido- al del resto de locales semejantes diseminados por el globo y si hablamos de los chinos, pues tres cuartas de lo mismo. Normalmente ya no hay ni vendedores, sólo cajeros, es el cliente quien debe encontrar lo que desea. Y de preguntar si tienen la tuerca que encaja en la cosa esa que lleva el cachirulo, ni hablamos; ahí nadie sabe nada, ni tiene idea de otra cosa que el precio, que, por otra parte lo lleva adherido. El próximo paso será como en las gasolineras: un autoservicio en el que te sirves, pagas y te vas.

Lo malo es que dejar las tiendecitas de las ciudades en manos de chinos o franquiciados nos arrebata, aunque parezca paradójico, la posibilidad de elegir. Cada vez todo es más uniforme y hay menos variedad, de tal forma que si quieres algo especial recurres a internet, que ahí sí que tienen de todo, menos el olor de las ferreterías o el orden de las mercerías. Aunque hay páginas de Borges en que se define muy bien, si no partes de un recuerdo previo te será imposible resucitar esa atmósfera que, fuera de la literatura, se ha ido para siempre.

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