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Bartolomé Pérez Gálvez

Política basada en la evidencia

El 26-J nos la jugamos. Volvemos a las urnas seis meses después de un fiasco de legislatura, en la que sus señorías se han mostrado incapaces de llegar a un acuerdo de investidura. Así que, toca votar otra vez para desbloquear la situación. España necesita despejar esta incertidumbre y el primer paso es que el Congreso designe presidente. Pero en las elecciones decidimos mucho más que un equipo de gobierno, porque deberíamos preocuparnos por lo que vendrá luego. Y, más allá de que unos u otros alcancen el poder, cabe reclamar un cambio de gobierno. La composición del ejecutivo, según parece, acabará dependiendo de cuadrar números, aunque sea a base de tragar con algunas componendas o tejemanejes. Como sufrido ciudadano, me encuentro más interesado en matices, digamos, de índole metodológica. Vamos, en cómo piensan poner solución al desaguisado en que se ha convertido este país.

No me refiero, en absoluto, a unos programas electorales que luego quedarán en papel mojado. Hay que reconocer la sinceridad de Tierno Galván y seguir dando la razón al viejo profesor. Efectivamente, los programas se hacen para incumplirlos. Que se parezcan al catálogo de IKEA o a una hoja parroquial es cuestión de estilo y marketing político. Triste es que estas banalidades tengan tanta importancia entre el electorado, pero es así.

Como les decía, nos jugamos algo más. No me preocupa tanto qué hacer sino cómo hacerlo. La máxima de Julio Anguita -«programa, programa, programa»- se refiere a intenciones. Tal vez sería conveniente añadirle una adenda -«método, método, método»- dado que, como buenos latinos, en este país tenemos tendencia a actuar antes de reflexionar. Un viejo amigo argentino, también inmerso en esto de las políticas públicas, lo sintetizaba magistralmente en un tuit: políticas basadas en la evidencia versus políticas basadas en ocurrencias. Efectivamente, esa es la cuestión.

A los médicos, hablar de evidencias no nos suena a novedad. Por extraño que resulte, este enfoque de apoyar la práctica clínica en pruebas previamente contrastadas es bastante reciente en la Medicina. Cierto es que no siempre las respetamos pero así debiera ser. Aún no han transcurrido 25 años desde que un equipo de investigadores, con David Sackett a la cabeza, acuñara el término Medicina Basada en la Evidencia. Un cambio de paradigma que no nació en universidades tan reconocidas como Harvard o Cambridge, sino en la más humilde McMaster canadiense. Ya ven, no siempre son los grandes los que hacen las aportaciones que más influyen en nuestra vida cotidiana.

Si la atención a la salud individual es importante, no lo son menos las políticas que afectan diariamente a la vida de todos y cada uno de nosotros. De ahí que sea razonable exigir -generalmente sin mucho éxito- que las decisiones públicas se sustenten en evidencias. Se trata de conjugar el perfil de los científicos y los políticos; figuras claramente diferenciadas, como escribía Max Weber, pero necesariamente complementarias en la gestión pública. El conocimiento que aportan los primeros, debería servir de base para la toma de decisiones de quienes acaban planificando los servicios que recibimos los ciudadanos. Por su especial relevancia, en las políticas públicas cabe aplicar aquello de que, los experimentos, con gaseosa.

De lo que resulte después del 26-J hay que esperar algo más que la victoria de éste o aquél candidato. El cambio -el verdadero cambio y no la falacia propagandística- no se genera de forma espontánea por el mero hecho de que gobierne una u otra opción. Se hace necesaria una profunda modificación en el método de la toma de decisiones. Ahora bien, cuidado con confundir este proceso con las consultas asamblearias desordenadas y de rigor cuestionable. Sin salvedad alguna, la irresponsabilidad de los políticos populistas lleva al caos a toda la sociedad. Y, ojo, que aun siendo el máximo exponente de ello, Podemos no es el único partido capaz de aceptar cualquier cosa para ganarse la simpatía del electorado.

A los políticos, en general, no les agrada adoptar decisiones basadas en la evidencia. Por el contrario, prefieren las evidencias que están basadas en las decisiones. Ahí tienen los cambios continuos en el sistema educativo, en los modelos de asistencia sanitaria o en la protección social. Todos ellos se forjan desde el mismo esquema inverso al de la evidencia: primero surge la idea preconcebida -la ocurrencia a la que se refería mi colega- y luego se legitima, que siempre hay palmeros dispuestos a justificar lo que haga falta a cambio de una compensación. Permítanme que les sugiera un simple ejercicio: ante una propuesta de impacto, pregúntense qué antecedentes hacen prever que la idea obtendrá los resultados prometidos. No suelen existir. Se actúa desde la lógica personal e interesada aunque, eso sí, arrogándose el derecho a ello por el respaldo electoral recibido.

¿Cómo se procede cuando se demuestra que un médico ha actuado en contra de la evidencia científica? No faltarán reproches e incluso, muy posiblemente, la exigencia de una responsabilidad legal y así debe ser. Pues las políticas públicas, ya sean sanitarias, educativas o fiscales también son primordiales y, sin embargo, en estos casos, nadie reclama responsabilidades. Cuando se adopta una decisión pública por mero interés ideológico y sin ninguna evidencia previa, generando un previsible perjuicio a la sociedad, parece lógico que alguien pague por ello. Pero España no es Islandia. Aquí no vamos a juzgar a nadie por negligencia, como ocurrió con el ex presidente de aquel país. En todo caso, nos conformamos con retirar el voto, como si éste fuera un castigo equiparable al daño producido.

Si en el cuidado de la salud reclamamos evidencias objetivas, no hay motivo que justifique que en las políticas públicas no deba procederse de igual manera. Sumidos en una crisis de ideologías, llega el momento de la política basada en la evidencia, sin renunciar por ello a los matices programáticos.

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