Nuestra sociedad avanza de la mano de grandes contrastes. Hemos sido capaces de construir modelos de solidaridad ejemplares, mundialmente envidiados, como la Organización Nacional de Trasplantes (ONT) o la Organización Nacional de Ciegos Españoles (ONCE), mientras que por el contrario, somos incapaces de detener y eliminar espacios de violencia, sufrimiento y dolor injustificables como sucede con los asesinatos de mujeres y otras formas de violencia de género. Es cierto que en los últimos años se ha generado un mayor rearme moral en la ciudadanía contra estas conductas delictivas y la ideología que las sustenta, desplegando un conjunto de dispositivos legales, sociales, policiales y judiciales para intervenir sobre los agresores, protegiendo a las víctimas en situación de riesgo. Pero la gravedad del daño en términos de mujeres asesinadas, agredidas, dañadas física y moralmente, así como las secuelas causadas a los hijos, es de tal envergadura que supone una asignatura pendiente colectiva en la que tenemos todavía mucho por avanzar.

Sin embargo, resulta llamativo que en España existan otros gigantescos dramas sociales de los que apenas se habla, que pasan de puntillas entre nosotros sin que seamos capaces de mostrar la preocupación que merecen, como si nos hubiéramos acostumbrado a mirar para otro lado, intentando no estrellarnos contra una realidad sangrante, como sucede con la accidentalidad laboral.

España no solo lidera las estadísticas europeas en desempleo, temporalidad o precariedad laboral, sino que también encabeza otro lamentable ranking como es el índice de incidencia estandarizado de accidentalidad laboral entre los países europeos de la UE-15, hasta el punto que en nuestro país se producen el 20% de todos los accidentes laborales de estos quince países. Es algo que sucede desde hace demasiado tiempo, sin que se hayan puesto en marcha acciones de envergadura para comprender y reducir las cifras de un gigantesco drama humano de proporciones colosales, tanto por el daño humano que genera, como también por sus costes económicos y consecuencias sociales.

La contundencia de las cifras demuestran con claridad la magnitud de esta enorme tragedia. En los últimos doce meses fallecieron en España 565 trabajadores en accidentes laborales, 55 más que en el año anterior. De los más de 530.000 accidentes de trabajo con baja en jornada laboral y in itinere que se produjeron en el último año, cerca de 4.500 fueron graves o muy graves, dejando importantes secuelas a un buen número de trabajadores afectados. Lo llamativo es que los accidentes laborales estén subiendo en todos los sectores en pleno escenario de crisis y con las abultadas cifras de desempleo que sufrimos, con una media del 11% de aumento respecto al año anterior.

Y es que en España se están dando circunstancias específicas que agravan la accidentalidad laboral sobre los trabajadores más precarios y vulnerables, que en muchos casos aparecen infrarrepresentadas o ni siquiera figuran en las estadísticas oficiales, lo que supone un elemento de discriminación añadida sobre muchas de estas personas que sufren accidentes en el trabajo, produciendo graves lesiones o incluso fallecimientos que podrían haberse evitado. De hecho, la precariedad laboral, la elevada temporalidad y el peso de la economía sumergida vienen actuando no solo como un factor más de pobreza y desigualdad entre los trabajadores, sino como un vector que aumenta el riesgo de accidentalidad.

Pero como en otros muchos dramas que vivimos, cuando acabamos convirtiendo el sufrimiento y el dolor en un simple dato, en una higiénica estadística, abandonamos a las personas que con nombres y apellidos hay detrás de esas cifras y anestesiamos con ello nuestras conciencias. Hablamos de personas como Frans Melgar, que perdió un brazo trabajando en una panificadora sin contrato, motivo por el que su jefe le abandonó a la puerta del hospital advirtiéndole de que no dijera que el accidente era laboral; de Ginés Blázquez, que fue contratado y dado de alta en la Seguridad Social por su empresario horas después de haber muerto mientras revisaba una caldera para lo que carecía de contrato y de formación; de Antonio y Mario, quienes fallecieron enterrados al desplomarse una zanja que cavaban para las canalizaciones del gas que no habían apuntalado porque no sabían hacerlo. Y de tantos y tantos otros cuyas vidas han quedado segadas y sus cuerpos mutilados.

Una sociedad que ha llegado a asumir con pasividad que la muerte en el trabajo es un peaje necesario para nuestra economía es una sociedad enferma. Si no consideramos una situación de emergencia los 550 trabajadores fallecidos y los 4.500 heridos graves que se producen cada año en nuestras empresas en eso que hemos llamado accidentes laborales, pero que en demasiadas ocasiones encubren negligencias, abusos, así como falta de medidas de seguridad y protección, es que estamos perdiendo por completo nuestra perspectiva moral, tan erosionada en los últimos tiempos.

@carlosgomezgil