Uno de los temas al que con más asiduidad recurre el Partido Popular cuando se abre periodo electoral -con independencia del ámbito donde se circunscriban las elecciones a celebrar- es el de erigirse en garante de la sanidad pública gracias a la repetición de un mantra de supuesta defensa que los dirigentes de este partido repiten a la primera ocasión que tienen con el deseo de convencer a incautos o a personas poco informadas. Y es así porque aunque sus dirigentes no se cansen de decir que quieren una sanidad «pública, gratuita y de calidad» la realidad difiere de ese extraño lugar en que el partido conservador trata de hacer encajar, por un lado, su ideario político en materia de sanidad y, por otro, un apetito privatizador voraz. Es decir, que aunque en los medios de comunicación repitan su intención de mantener, favorecer y mejorar la sanidad pública la realidad es que llevan a cabo -en las Comunidades Autónomas donde gobiernan- un metódico y silencioso trabajo de, primero, desprestigio de la sanidad pública con el falso argumento de que es insostenible y poco eficiente y, segundo, de implantación de modelos, falsos también, de supuesta colaboración entre el sistema público y privado que, en realidad, no esconde más que la intención de empresas farmacéuticas, compañías de seguros y de clínicas privadas de querer mejorar su balance económico gracias al dinero de los ciudadanos cuando no evitar el cierre de estas últimas al que, sin el chorro de dinero que han encontrado gracias a los gobiernos del Partido Popular en las tres administraciones existentes, estarían abocadas. Pero vayamos por partes.

Tal vez piense el Partido Popular que los españoles hemos olvidado el Decreto Ley en materia de sanidad (RDL 16/2012, 20 de abril) que aprobó en el año 2012 gracias a la mayoría absoluta que por aquel entonces disfrutaba Mariano Rajoy en el Congreso de los Diputados. Este Decreto Ley supuso una voluntad manifiesta y clara de dar un giro a la sanidad española con la culminación -al menos esa fue la pretensión- de un proceso privatizador de la sanidad pública cuyos antecedentes nos deben remontar a 1991, cuando el conocido Informe Abril ( denominación que obedece a su ideólogo, Fernando Abril Martorell) sentó las bases del hilo conductor a seguir en el aprovechamiento privado de los que debería ser un derecho universal producto del cambio social que trajo para España la llegada de la democracia. Más allá de las consecuencias más inmediatas que supuso esta norma como, por ejemplo, la retirada de la tarjeta sanitaria a inmigrantes sin permiso de residencia, la aparición del copago y la exclusión de la asistencia universal a discapacitados con un porcentaje menor del 65%, el Partido Popular puso en marcha un proceso privatizador con la mente puesta en dos aspectos. En primer lugar, el de desprestigiar el sistema público de salud alegando su supuesta insostenibilidad y lentitud producto del abuso de sus usuarios y del aletargamiento e ineficacia del personal sanitario. Ambas cosas son inciertas. En segundo lugar, en la voluntad de realizar un desvío progresivo de los recursos destinados a este servicio público -proveniente de los impuestos- al sector privado para, por un lado, enriquecer a constructoras, empresas aseguradoras y empresas afines al Partido Popular (ellos sabrán el motivo) y, por otro, plasmar por primera vez de manera clara el deseo que desde siempre ha tenido un determinado sector empresarial español en abrir «oportunidades de negocio» en la sanidad española mediante la creación de un sistema sanitario basado en tres niveles distintos; un primer nivel de calidad al que sólo accedan las clases privilegiadas que puedan pagarse un seguro privado sanitario que englobe el máximo nivel de prestación sanitaria; un sistema público para las clases medias plagado de copagos y con una progresiva disminución de la calidad asistencial con el fin de que sus usuarios se vayan a la sanidad privada y un tercer nivel de sanidad de beneficencia pura con un nivel de calidad muy bajo destinada a la clase social con menos recursos. A esto se le llama clasismo. Digámoslo sin rodeos.

Ya pueden desgañitarse todo lo que quieran Mariano Rajoy o María Dolores de Cospedal en pregonar que quieren fortalecer la sanidad pública española. El decreto ley que nos ocupa hoy o la política de desmantelamiento que llevó a cabo Cospedal en la Junta de Castilla-La Mancha durante sus cuatro años de gobierno autonómico echan por tierra sus palabras. Pero para darse cuenta de este tipo de contradicciones que atañen al partido político que las lleve a cabo es imprescindible una sociedad formada, con capacidad crítica y con un mínimo nivel intelectual que le permita leer algo más que la prensa deportiva o que su programa televisivo de referencia no sea Gran Hermano o MasterChef. No es de extrañar que la derecha española haya eliminado la asignatura de filosofía del plan de estudios de los jóvenes españoles.

Pongamos dos ejemplos de lo aquí expuesto. El primero sería el estado la actual desastrosa sanidad pública inglesa después del desmantelamiento a que fue sometida por los ultraliberales partidarios de Margaret Thatcher, muy alejada de aquel magnífico Health Service que se puso en marcha en 1948 con voluntad de dar una asistencia preventiva y curativa universal que fue copiada por los países nórdicos. El segundo es el de un caso de gravísima negligencia médica muy conocido en Valencia que se produjo en la Clínica Quirón de esta ciudad. Un menor salvó la vida por su resistencia física y porque sus padres le llevaron al hospital La Fe en contra del parecer del cirujano que le había operado con una voluntad clara de ocultar su error. A raíz de este caso la clínica Quirón de Valencia puso en marcha una UCI pediátrica no para prestar una adecuada asistencia sanitaria a menores sino para evitar posibles futuras demandas.

Esta es la sanidad del Partido Popular.