Nunca despejó la duda. Puede que, tal y como defiende mi admirado Pedro Ferrándiz, hay cosas que nunca deben aclararse del todo para que la leyenda continúe agrandándose. Es posible que por eso Muhammad Ali diera la callada por respuesta cuando le preguntaban si era cierto que se deshizo de la medalla de oro conseguida en los Juegos Olímpicos de Roma de 1960 lanzándola con furia al fondo del río Ohio desde un puente de su Louisville natal, minutos después de que el dueño de un restaurante le prohibiera la entrada por el color de su piel. Realidad o metáfora, la anécdota -deslizada por el propio Ali en 1975 en 'The Greatest: My own Story', una autobiografía escrita con el periodista Richard Durham- retrata el punto de partida de la lucha del símbolo de una época, de un boxeador tan fabuloso en el ring como extraordinario lejos de él, lugar este último donde encontró a los adversarios más poderosos. Fuera de las doce cuerdas eligió el combate contra una sociedad manchada por el racismo. Así que nada más tumbar en la lona a Sonny Liston para proclamarse campeón del mundo en 1964, se dejó fotografiar junto a Malcom X tomando un helado. Y de ahí pasó a acaparar todas las portadas -entre ellas la de Equire, con el cuerpo lleno de flechas emulando a San Sebastián- al negarse a acudir a Vietnam para enrolarse en una guerra que describió con argumento: «Sólo se lucha si hay un motivo, ¿cuál es el de esta guerra? ¿Debo ir a 15.000 kilómetros a matar vietnamitas que no me han hecho nada para defender a los que me maltratan por ser negro?». El asalto duró años, pero también acabó noqueando al Tío Sam, recuperó la licencia para boxear y volvió a lo suyo para seguir haciendo historia, la que hoy le ha reservado un capítulo para la eternidad. Desde el Madison a las calles de Kinshasa, entre Foreman y Frazier, la avispa fue sacando el aguijón como culminación del vuelo de la mariposa, el baile que inmortalizó en el cuadrilátero a una leyenda que destacó tanto o más fuera de él.
