El 26 de junio estamos convocados a votar. Y el ánimo incita a añadir: «otra vez», con algo de hastío. Quizá sea inevitable. ¿Qué quedará de aquella apelación ritual a la «fiesta de la democracia» en que convertíamos cada cita electoral? No obstante, me parece que confundimos sensaciones con razones, porque en esta sociedad de la aceleración, la reiteración de sucesos remite a la idea de aburrimiento, cuando sería más sensato aceptar que lo que nos debe inquietar no es eso, sino la incertidumbre preocupada por el futuro. A mi no me aburren las Elecciones: me preocupa el día después, la aritmética del día después. Pero ese sentimiento, bien digerido y dirigido, en signo de madurez democrática, de interés colectivo por la democracia. Otros tiempos y países hubo en que la celebración de muchas Elecciones y la inestabilidad gubernamental eran entendidas como señal de vitalidad institucional, de solidez del Parlamento como sede de la soberanía. Pero ya no es así: el tránsito del Estado liberal al Estado social, con su preocupación constitucional por el bienestar común bajo el emblema de la igualdad, obliga a gobiernos estables. A la luz de estas ideas me permito las siguientes consideraciones.

1.- Frente al tremendismo de algunos medios de comunicación o el nerviosismo de algunos políticos, la celebración de estas elecciones hiper-anticipadas no es ninguna tragedia. No debe serlo cuando todo se ha hecho desde las previsiones constitucionales. Esto es normalidad, molesta, si se quiere, pero normalidad. Asiéntense, pues, las opiniones y cálmense los ánimos: frente a unos u otros la Constitución ha funcionado -en otros aspectos ya no lo hace- y los debates inéditos sobre qué hacer en estas circunstancias enriquecerán en el porvenir la comprensión misma del devenir político. En este periodo confuso y gris, sin embargo, han aflorado reflexiones y alternativas de indudable interés. Muchos no lo percibirán cegados por el apego a los hábitos del pasado, pero una buena parte de la opinión pública ha encajado razonablemente bien la novedad.

2.- Decir que los políticos no han sabido qué hacer con el mandato recibido es absurdo. Precisamente porque el mandato recibido puede reinterpretarse legítimamente como que es necesario un proceso de decantación respecto de la cultura política anterior, con «intermedios» de transición. Ahí, creo, está la madre del cordero: estamos viviendo un cambio de cultura política, de una cultura antaño vertebrada en torno a un bipartidismo mayoritario, corregido por el peso parlamentario de nacionalistas periféricos. Pero ahora cada brazo ideológico-político se ha fragmentado -aunque de manera diversa- generando dificultades a la hora de dibujar consensos asumibles por mayorías suficientes. Eso explica porqué el intentado pacto PSOE-Ciudadanos estaba llamado al fracaso. Y explica porqué una «gran coalición» supondría el hundimiento del PSOE, al menos en buena parte de España. Por otra parte la imposición tácita de un excluyente bloqueo al nacionalismo catalán, priva al sistema del que fuera en el pasado un factor de estabilidad.

3.- En realidad lo que los ciudadanos desean es que se acabe la polarización tal y como se ha conocido, por eso las encuestas indican una masiva preferencia por gobiernos de coalición; por eso, quizá, fuerzas como Compromís, que han convertido el pacto en seña de identidad, puedan obtener muy buenos resultados. Pero el parto de pactos necesariamente será difícil. La expresión de la voluntad se encuentra con algunos obstáculos concretos, así: A) Un sistema electoral que distorsiona esa voluntad, llegando en el Senado a lo delirante: un mecanismo pensado para asegurar la gobernabilidad ahora la dificulta. B) Las resistencias internas en los grandes partidos, enfermos de exceso de identidad y, por lo tanto, susceptibles de interpretar los cambios imprescindibles en términos de traición a su pasado. C) La ruptura de vínculos sólidos entre expresiones de la sociedad civil clásica -sindicatos, grupos empresariales, medios de comunicación- y las fuerzas políticas en presencia. D) La creciente fragmentación de la sociedad, en sus comportamientos electorales, según criterios generacionales.

4.- Ante todo ello esperar en esta campaña grandes novedades programáticas quizá sea ingenuo. No creo que nos vayamos a encontrar ante una repetición mimética del voto anterior: el juego táctico de estos meses habrá generado adhesiones y aversiones, ya veremos. Y ligeras variaciones en las circunscripciones -en la dirección del voto y en la abstención- pueden dar lugar un resultado suficientemente distinto. Me parece, en todo caso, que estas semanas deberán ser empleadas por los partidos, fundamentalmente, en mostrar sus ideas sobre la gobernabilidad. Porque eso, ahora, sí va a ser esencial. Por más matices que pongamos, lo obvio es que una mayoría quiere un gobierno estable... aunque pocos cambien su voto para forzar una mayoría nítida en torno a los partidos «de siempre». La cuestión pues es cómo gobernar en alianza. La exigencia es mucha, pues requiere de los políticos más que improvisaciones al uso: darle un nuevo significado a la idea de «sentido de Estado».

5.- Tener sentido de Estado -y las Comunidades Autónomas son Estado- significa, ahora, afrontar estas elecciones, quizá, con ojeras, con la fonía aún no resarcida de la última convocatoria. Pero con la esperanza intacta en que los tiempos están maduros para el cambio. Sobre todo para remover a un PP pétreo, minado de desconsuelo y de desconcierto. Esa es la auténtica lección. La principal obligación.