No hay semana en la que el cardenal Antonio Cañizares, arzobispo de Valencia, deje de lanzar sus soflamas desafiantes, ofensivas e irrespetuosas en las que nos muestra su personal visión apocalíptica de la sociedad en la que vive y del Estado de Derecho del que se beneficia. A estas alturas, produce hartazgo tanta provocación deliberada de alguien que encarna bien a las claras la descomposición moral de un sector de la jerarquía eclesiástica que reivindica y añora sin ningún escrúpulo un nacionalcatolicismo franquista en el que vivió tan cómodamente. El problema no es solo la cosecha de odio y rencor que Cañizares va sembrando sobre personas y sectores vulnerables a los que convierte en diana de sus fobias, sino que se permita públicamente hacer un llamamiento a desobedecer leyes y con ello, cometer delitos, sobre cuestiones que forman parte de principios constitucionales básicos en los que se cimienta nuestra delicada convivencia.

Pero no nos engañemos, por lamentables e insultantes que sean, las declaraciones públicas del arzobispo Cañizares representan a un sector de la jerarquía eclesiástica completamente fuera de la sociedad y de los tiempos que se resiste a ceder sus privilegios. Una jerarquía amiga de los ricos y los poderosos, que no tiene complejos en rodear, apoyar y agasajar a corruptos, que niega incluso la propia existencia de pobres en nuestras calles (como llegó a afirmar con insolencia este desdichado arzobispo) y que es capaz de alimentar rechazos y odios sobre cuestiones tan delicadas como los refugiados y los inmigrantes, los homosexuales y las parejas de hecho o el feminismo. Una jerarquía que vive en palacios, amante del boato y la ostentación, acostumbrada a comer bien, vestir con elegancia, rodeada de gente acomodada y bien perfumada. La misma jerarquía a la que el papa Francisco señala como responsable de la degradación del papel pastoral de la Iglesia en la sociedad y que no para de poner dificultades a su papado.

Y por ello, precisamente, hay que contraponer a personas como Cañizares, frente a otras muchas que desde hace años abandonaron los lujos y oropeles eclesiásticos para jugarse la vida en el sentido más real del término por los desheredados, utilizando su fe como un impulso movilizador, trabajando para los pobres, viviendo y dirigiendo una Iglesia pobre. Sin duda, la figura religiosa, intelectual y moral más importante de ello en estos momentos la encarna Pere Casaldàliga, claretiano, teólogo y poeta que vive su retiro en la misma comunidad indígena en el Mato Grosso, Brasil, donde ejerció su trabajo pastoral de obispo, siendo reconocido mundialmente por su defensa de los indígenas y las mujeres, por la denuncia de las injusticias, de la explotación y la barbarie.

Representante destacado de la Teología de la Liberación, desde que Casaldàliga llegó a su diócesis de Sâo Félix do Araguala a finales de los años sesenta, la más extensa de Brasil y habitada por indígenas sin recursos, decidió vivir con ellos y entre ellos, entendiendo y respetando su forma de vida y la naturaleza. Pronto el entonces obispo Casaldàliga comprobó cómo los terratenientes, protegidos por la dictadura militar que por entonces gobernaba Brasil, expulsaban de sus territorios históricos a los indígenas para poder explotar la madera de la selva, llegando incluso a matarlos sin miramientos. Por ello, desde el primer momento defendió a los indios y sus derechos históricos sobre sus tierras frente a los poderosos, lo que motivó que quisieran asesinarle en varias ocasiones hasta el punto de llegar a matar a su vicario al confundirle con él. Sin embargo, esta labor no fue comprendida ni apoyada por el Vaticano, recibiendo severas advertencias de varios Papas por su labor pastoral con los pobres y su apoyo a la Teología de la Liberación. Los terratenientes le quisieron matar y el Vaticano le quiso callar.

Propuesto dos veces al premio Nobel de la Paz, en el año 1992 cuando parecía que podía recibirlo pidió que se retirara su candidatura para que pudiera ganarlo Rigoberta Menchú «por indígena y mujer», como afirmó. También renunció al premio Príncipe de Asturias, aunque finalmente aceptó recibir el premio Internacional de Cataluña al proceder de su querida tierra natal. Gracias a su lucha, el Tribunal Supremo de Brasil ordenó al Gobierno de Dilma Rousself que devolviera las tierras expoliadas a los indígenas. También por vez primera en la historia, el papa Francisco le pidió consejo recientemente antes de escribir su encíclica medioambiental «Laudatio Si», en lo que fue un reconocimiento público a su labor pastoral.

Religiosos como el obispo Casaldàliga, o como el también español Juan José Tamayo, vinculado igualmente a la Teología de la Liberación y defensor de la mujer en la Iglesia, a quien el Vaticano ha prohibido enseñar teología, son quienes nos recuerdan que afortunadamente en la Iglesia católica hay muchas otras personas que desde su fe y a pesar de todo intentan trabajar por una sociedad mejor, más respetuosa y justa con quienes peor viven.

@carlosgomezgil