Toquemos madera. Dibujemos con los dedos de la mano el símbolo innombrable mientras pronunciamos la fórmula que ahuyenta el mal fario (¡lagarto, lagarto!), para que esta tarde el clima sea benévolo con nosotros.

Todo parece apuntar a que la Entrada no encontrará el terrible escollo del mal tiempo. Acabo de consultar la aplicación meteorológica de mi «selular», y me indica que la tarde estará despejada con una probabilidad de lluvia del 1%. Magnífico. Esperemos que no se presente de repente, como a veces ocurre en verano, un nublado que nos haga pasar un mal trago. Pues trago gordo, de los que ahogan el ánimo, fue el del año pasado, el del sábado borrascoso.

Calles convertidas en feroces torrenteras en plena entrada. Lluvia cayendo a manta sobre turbantes y penachos hasta convertirlos en pesadas losas. Bandas de música en desbandada mientras los caballos hacían equilibrios para no darse de bruces contra el asfalto, llevándose consigo la ilusión y algo más de capitanes y abanderadas.

Y es que, por encima de la «mística festera», convenientemente «alimentada» por algunos aguerridos festeros en el cuartelillo durante horas, entiendo que debería haber primado el sentido común en los prebostes de la fiesta, y así haber evitado un desfile que acabó siendo dantesco. A despecho, claro es, de no satisfacer los enfervorecidos ímpetus festeros de unos cuantos -o de muchos-.

Pero es que una cosa es lo que uno, llevado por la «emoción» del momento está dispuesto a hacer individualmente, y otra muy distinta lo que un máximo responsable de la Fiesta debe resolver ponderando las consecuencias que van a recaer sobre un grupo heterogéneo de participantes e intervinientes, con diferentes circunstancias.

Un servidor ha «desfilado» bajo la lluvia en alguna ocasión. Y guardo un buen recuerdo de ello. Me sentí pletórico. Era como si participase en una misión colectiva indefinida para la que habíamos sido llamados esa tarde. Visto desde fuera, todo es más prosaico: escuadras huérfanas de música luchando contra la lluvia que deshace maquillajes y atrezos; y cargos jugándose el tipo sobre animales inestables, sin apenas público que presencie el espectáculo, salvo unos pocos valientes refugiados bajo los miradores. Objetivamente, patético. Nada que ver con el fastuoso espectáculo que se ofrece en una tarde de sol o sin inclemencias meteorológicas. Lo del año pasado, con sus indecisiones en una tarde metida en agua, se mire como se mire, no tiene nombre.

Hoy será distinto a Dios gracias. Y veremos resarcido el agravio del año anterior. Pero por si otra vez pasa: Prudencia. Hasta los mayores espectáculos del mundo se suspenden alguna vez por la lluvia.

Feliz Entrada.