Ni me gustan los referéndums ni soy partidario de las elecciones primarias. Los referéndums me provocan cierto sarpullido desde la dictadura franquista. El general los convocaba para legitimar su democracia «orgánica», o el Fuero de los Españoles. Para demostrar a las democracias extranjeras que los españoles también votábamos. Y siempre ganaba el sí por más del 90%, de largo. Era una demostración del respaldo al Jefe del Estado, por si la gracia de Dios que rezaba la peseta no bastaba, ahí estaba la gracia de los plebiscitos. Que también tenían su gracia porque a veces a los entusiastas se les iba la mano y había más votos que electores.

En las democracias los referéndums son para sancionar, o no, reformas constitucionales y frecuentemente sobre temas puntuales, no sobre leyes. Dejando aparte las artimañas escondidas en la redacción de las preguntas; o en que se elija entre dos o más alternativas, que la respuestas no sea sí o no; o en la mayoría exigida para validar el resultado: simple, cualificada, absoluta; o si la participación debe superar un mínimo del censo; o si debe obtenerse mayoría en cada circunscripción. Todas esas triquiñuelas son obstáculos a medida que han estado presentes desde el referéndum constitucional y sus resultados en el País Vasco o el de la autonomía andaluza, o la última «consulta» catalana, el de Holanda sobre el acuerdo UE-Ucrania, o el último en Italia sobre sondeos petrolíferos, o el establecimiento de la Renta Garantizada en Suiza, etcétera.

Además de estos detalles formales, pero no menores, las convocatorias plebiscitaria manifiestan una impotencia, cuando no cobardía, política de los que gobiernan para sacar adelante temas que dicen defender, pero siempre que cuenten con el respaldo explícito de los ciudadanos; o que ahora defienden y antes rechazaron para convertir el rechazo en pértiga para llegar o asentarse en el Gobierno. Es el «OTAN de entrada no», que el PSOE utilizó para desplazar a la UCD y que luego embadurnó de realismo y concesiones de los aliados; y a la inversa, la pro atlantista Alianza Popular de Fraga propugnó la abstención en el referéndum de la OTAN persiguiendo la derrota de Felipe González. David Cameron, el primer ministro británico, amenazó con salir de la Unión Europea y prometió convocar el referéndum para recolectar los votos de los conservadores euro escépticos, y consolidarse en el 10 de Downing Street con mayoría absoluta. Ahora le parece que se hunde la economía mundial si triunfa el brexit que algunos de sus conmilitones respaldan. Los laboristas son partidarios de seguir en la UE, pero implicarse en el referéndum de Escocia les costó una grave derrota, por eso ahora se ponen de lado. Los referendos son un campo de batalla táctico, y de regate corto, sembrado de incoherencias y oportunismos. Por no hablar de algunos recientes conversos, antes internacionalistas, del llamado derecho a decidir.

En las democracias los referéndums tienen sentido para sancionar, o no, reformas constitucionales, pero la frecuencia y proliferación me parece que pone de manifiesto la falta de liderazgo político de los cargos estatales en un mundo globalizado.

Las consultas sobre alianzas políticas son una burla a los votantes, afiliados, o simpatizantes. Tal cual. La del PSOE-Ciudadanos, o la de Podemos-IU, no añaden un ápice a la democracia, más bien al contrario. Votar sobre acuerdos no suficientemente definidos, ni explicados, es sancionar las decisiones de los dirigentes que así sortean la supervisión y debate de los órganos colegiados de control, que son los que realmente tienen la delegación de los congresos respectivos para fiscalizar, matizar, aprobar o rechazar. Las votaciones en primarias, previas que se decía antes, tienen los mismos inconveniente que las anteriores la inexistencia de censos fiscalizados, sobre todo cuando incluyen «simpatizantes», la dificultad de la presencia de interventores de las distintas opciones, y el control de los sistemas informáticos de votación, por la mayoría de los mortales. Además, la votación en primarias para el secretario general del PSOE, o de IU, por ejemplo vacía de contenido los congresos inmediatos para elegir órganos de dirección o programas. Ningún órgano colegiado tumbaría una propuesta de listas o de gobierno respaldadas por quien acaba de ganar unas primarias.

En general esos sistemas sustituyen la comunicación en red, horizontal, de los órganos colegiados, por un sistema radial, vertical, que prima los órganos de dirección y hace más presidencialistas las organizaciones que los asumen. No profundizan la democracia, la limitan muy seriamente.