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Hasta siempre, maestro; bienvenido, maestro

Se nos había adormecido el torero. El hombre ensombreció, se quebró la mirada y ahogó la sensibilidad de los dedos en las telas. Nadie sabe los profundos demonios que uno puede llegar a crear en esa materia gris que, de tan cuerda, puede volvernos locos. Cuando la relación con el padre y el maestro es un ser y no ser, ese dos en uno como la geométrica banda de Moebius, su pérdida desencadena un torbellino que no puede menos que engullir a quien se queda.

Manzanares necesitaba un alivio de luto. La prueba rotunda de la vida, difícil de superar, con la pérdida del padre, del maestro, buscando precisamente en su recuerdo el camino artístico a seguir. Y no se trataba de vestir de negro y azabache durante un año. Fue un detalle entrañable. Pero eso acaba por llevar a la oscuridad más absoluta, a revivir cada tarde la tragedia de la temprana pérdida. Y el camino estaba marcado: compás y naturalidad.

Se había perdido la mano izquierda del diestro. Aquel desafortunado lance en Utrera y el via crucis posterior de operaciones habían dejado casi a medio torero. De la frescura natural del muchacho que debutó en Campotéjar se forjó la técnica de un toreo de ligazón acompañado del empaque y la elegancia como sello. 2011 fue el año de la consagración. Pero quedaba la evolución, pues la necesidad de triunfar a diario mecanizó todo demasiado. Luego llegó la ausencia repentina del maestro, del padre. Y se nos perdió la otra mitad. Y menos mal que la espada nunca falló y tapó sombras y redimió fracasos.

Un año y medio de purgatorio. Y el miércoles volvió la luz. Nada menos que en Madrid. Única tarde, demasiadas incertidumbres. Pero apareció «Dalia», ese bombón de Victoriano del Río, y los caminos se abrieron. Preciosista toreo a la verónica, chicuelinas «alicantinas» con el alma paterna merodeando por la plaza, comienzo por abajo roto, de tronío, un pase de pecho infinitio... Y entonces surgió la mano izquierda. El compás y la naturalidad. Por fin entendida la ecuación. Otra vez las yemas de esa zurda volviendo a sentir, casi seis años después, el toreo desde los poros. Y volvió a ser, parafraseando a Rubén Darío, «aquel que ayer no más decía / el verso azul y la canción profana». Otra vez el Manzanares con aromas frescos de Riópar y Requena, el artista que, de nuevo, viene pidiendo poetas, «en cuya noche un ruiseñor había / que era alondra de luz por la mañana». La «música callada» de Bergamín que hizo enronquecer a los tendidos de Las Ventas, incluso ese temido 7, de puro sobrecogimiento. Había que dar crédito a los ojos. «Y la vida es misterio, la luz ciega / y la verdad inaccesible asombra; / la adusta perfección jamás se entrega, / y el secreto ideal duerme en la sombra». Más Darío. Lo de menos (casi) son las dos orejas tras otro soberbio espadazo. Alivio de luto, sí, «un pase de la luz al de la muerte / o en alas de la sombra al de la vida». Se lo dedicó Alberti sin ni siquiera imaginarlo. Porque ahora el artista viene sintiendo en verso. Y porque no se puede vivir siempre en el recuerdo. Hasta siempre, Maestro. Bienvenido, Maestro.

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