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Bartolomé Pérez Gálvez

Rehumanizar la sanidad

«Acepto que no me van a curar, pero me costaría asumir que no me cuiden», decía Albert Jovell, médico y fundador del Foro Español de Pacientes (FEP), mientras luchaba contra el cáncer que le llevó prematuramente hace tres años. Cierto que no hay diagnóstico precoz, ni avance científico o excelencia en la práctica clínica que garantice al cien por cien la curación de una patología. Lo que sí cabe esperar de una buena asistencia sanitaria es que ofrezca, en cualquier circunstancia, los mejores cuidados al enfermo. En esa dirección trabajan muchos profesionales, convencidos de los beneficios de la atención respetuosa y afectiva, como el enfermero José Luis Jurado, supervisor de Docencia del Hospital Universitario de Sant Joan, que acaba de recibir el premio «Humanizar» en reconocimiento a su labor de humanización del servicio hospitalario. Estamos de enhorabuena.

Disculpen que, a partir de este punto, abuse reiterada y conscientemente del término «humanizar» y de sus variantes; pero es que afecta a la necesidad más básica del individuo: la salud. Posiblemente sea más apropiado referirnos a la necesaria rehumanización de la sanidad, más que a una humanización ex novo. Se trata de recuperar el respeto al individuo doliente, a ese que sufre. La mejoría tecnológica y de conocimientos no aseguran, per se, la calidad asistencial si el otro pilar de la asistencia, el trato digno, sigue deteriorándose. Nos acercamos a un punto de difícil retorno, próximos a perder la naturaleza humana de los cuidados de la salud y de la relación terapéutica. Ese es el mal que debería preocuparnos prioritariamente; no solo los costes y la sostenibilidad del sistema.

Por más que parezca de Perogrullo, el primer aspecto en el que debemos incidir es en el hecho de que el beneficiario es un ser humano. Este principio es innegociable y, precisamente por ello, en su incumplimiento radica el origen del problema. Una sanidad rehumanizada empieza por frenar el proceso de cosificación que nos reduce a simples objetos que precisan ser reparados. Perder la condición de humanos conlleva, de modo implícito, que la asistencia sanitaria sufra una deriva similar.

La obsesiva tendencia a controlar todo cuanto sucede, está favoreciendo la creciente burocratización de la sanidad. Lo importante ya no es el individuo ni su salud, sino justificar la actividad con registros, indicadores y mil y una banalidades que acaban por despersonalizar la asistencia. Más que a los principios de Hipócrates, se respetan las leyes de Cyril Parkinson. La cuestión estriba en generar trabajo interno, sin valorar su repercusión en la respuesta que debe ofrecerse a las necesidades del individuo enfermo. Una sanidad que aspire a recobrar su humanización, está obligada a priorizar los resultados en términos de salud sobre los estrictamente burocráticos. Sin embargo, el sistema sigue valorando el proceso -y solo en su vertiente cuantitativa-, en vez de los resultados que obtiene sobre la salud individual y colectiva. Y esto también es deshumanizar.

El proceso de despersonalización afecta igualmente al principal activo del sistema sanitario: su capital humano. Si como pacientes es más habitual que el SIP sustituya a nuestro nombre, los profesionales de la sanidad pública también han quedado reducidos a un número e iniciales. Hace tiempo que perdí mi condición de doctor, por más que efectivamente lo sea. La despersonalización afectó a mi propia identidad, quedando reducida a un lacónico «BPG», habitualmente acompañado de ese 03-6500 que permite atribuirme el origen del gasto sanitario que genero ¿Me importa? Por supuesto.

Si pretendemos una sanidad más humanizada, también los de dentro estamos obligados a desarrollar ciertos comportamientos. La empatía es el mejor recurso ante el miedo y el desconocimiento que genera la enfermedad. Aquí no sirven las máquinas, sino recobrar la confianza y la tranquilidad que aporta una estrecha relación terapéutica. Y entiendan la empatía en el sentido literal del término, en esa capacidad de ponerse en el pellejo del otro y, algo aún más difícil, conseguir que éste se sienta comprendido. Nada que ver con la simpatía, aunque bien está que puedan acompañarse mutuamente. Bienvenidos sean los majos, pero aún más los comprensivos porque, como bien dice José Luís Jurado, las respuestas que ayudan surgen cuando te sumerges en el sufrimiento del paciente. No puedes ser ajeno. Y, en más ocasiones que las deseables, hasta es necesario ayudar a darle sentido a ese dolor, como defendía Viktor Frankl.

Abandono lo personal y entro en el terreno de lo material, que también hay mucho que cambiar. Y no solo es cuestión de decoración, hostelería o entretenimiento, aunque estas mejoras aportan lo suyo. No existe un escenario que precise de mayor dignidad que aquél en el que nos vemos obligados a mostrar nuestras intimidades. Poco importa que estas sean físicas o psíquicas. Por tanto, difícilmente podrá considerarse humanizada una sanidad que no disponga de consultas, habitaciones y salas de espera merecedoras de albergar secretos y sufrimientos. Hay motivos para replantearse si los espacios en los que se desarrolla la actividad asistencial son los más adecuados. Esa es la parte de la sanidad que no se enseña, la que no los medios no reflejan y los políticos no recorren en sus visitas. La mayoría de los centros sanitarios son, en cierta medida, auténticas aldeas Potemkin; esos pueblos de ficción -bonitos y engalanados- que el mariscal ruso mostraba a Catalina la Grande, ofreciéndole una imagen tan idílica como absolutamente distorsionada de la realidad.

Se hace difícil respetar la intimidad mientras se escucha cuanto sucede en la consulta de al lado. Es imposible considerar digna -y, menos aún, humanizada- la asistencia que se desarrolla en cuchitriles en los que a duras penas caben tres personas. Las reducidas dimensiones de algunas salas de espera, favorecen una masificación más propia de una granja de animales que de un hospital o un centro de salud. Y, puestos a barrer para casa, dudo mucho que una planta de hospitalización psiquiátrica sea un escenario terapéutico -y, reitero, humanizado- cuando sus condiciones se encuentran más próximas a las de un recinto carcelario que sanitario. Normalizamos la indignidad obviando que, al permitirla, somos partícipes de ella.

Rehumanizar la sanidad es dignificarla en su estructura y funcionamiento. Y convertir una lágrima de dolor en otra de alegría, aunque para ello acabemos con nuestras reservas de kleenex. Y mil cosas más. Como todo en esta vida, solo es cuestión de empezar.

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