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De fútbol y banderas

Ustedes sabrán perdonar mi extravagancia pero no me gusta el fútbol. Es más, no solo no me gusta sino que lo tengo un punto aborrecido. Traumas infantiles, probablemente. Cuando «echaban pies» para elegir compañeros de equipo, mis amigos me dejaban para el final. Si el asunto acababa en nones, escogían al último con la coletilla: «Y al Carlos os lo regalamos». Nadie despreció nunca el «regalo», otra cosa es. También es cierto que al fútbol siempre lo he emparentado con situaciones no muy agradables. Para mí el fútbol era el ascazo del olor a Farias, a regüeldo de bebedor compulsivo de Veterano, la fría cera del domingo y su hastío, parques grises y sin gente y gritos destemplados de un energúmeno que gritaba en un transistor en un programa llamado «Carrusel deportivo». También olía a puchero, col hervida y catarrazo mal curado en todos los portales. Eran los años famélicos del pan con chocolate, costras en las rodillas y la tela de araña de una incipiente nausea anidando en nuestras cabezas.

Las masas me dan miedo. Pero las masas llenas de ruido y de furia dentro de un estadio me dan pavor. Dicho sea con todo el respeto hacia las particularidades, hacia el individuo solo, con nombre y apellidos ¿no han reparado ustedes en que las masas que vitorean a su equipo, con mucho aparato de bocinas, bengalas, birra en vena y bufandas de colores son lo más parecido a una colonia de monos aulladores sobre la rama de un árbol? Y ya metidos en animadversiones he de confesar que tampoco me gustan las banderas. Ni la estelada, ni la blau-grana, ni la rojigualda, que igual da una que otra. Con las banderas y por simpatía, tampoco soporto los nacionalismos. Ni el español, ni el catalán, ni ninguno. Ser nacionalista no tiene mérito alguno. Ser nacionalista es depositar tu valía en una casualidad, en una entelequia, en ese humo húmedo que suelta la paja quemada. Ser nacionalista es meterte las manos en los bolsillos exactamente igual que lo hace tu vecino, un suponer. Yo llevo mi nación, perdonen de nuevo la rareza y aún la arrogancia, donde van mi corazón, mi cabeza y mis asuntos. Las naciones, como Dios, el abrelatas o el sistema métrico decimal son un invento del hombre que necesita acotarse, ponerse límites, pertenecer a algo, sentirse algo, creer en algo y abrir con comodidad una lata de mejillones.

Todavía me estoy descojonando de risa o de estupor a causa del pollo que se montó el otro día en torno a la copa del rey y a las banderitas esteladas. Primero por la prohibición de exhibir el trapo. Coño, es que no se cansan de prohibir cosas. Prohibido fijar carteles, prohibido cantar y blasfemar, prohibido llevar una bandera a un estadio de Madrid donde se juega la copa del rey de España, uno alto y guaperas que nadie sabe muy bien qué leche pinta. Algunos no pueden ver a este país, a sus instituciones, a sus representantes aunque, según está el patio (de monipodio), en ocasiones no me extraña nada, pero pasan por el aro de poner el culo en la capital del reino porque el «fumbo» es el «fumbo» (maestro Forges, dixit).

Tenemos menos futuro que puerco por San Martín, arrasada la esperanza de levantar cabeza, nos mienten como bellacos y nos roban el pan nuestro de cada día, uno de cada cinco ciudadanos está en el umbral de la pobreza según las últimas macabras estadísticas, están acabando con el fondo de las pensiones, están llenando el país de «sudor y lágrimas humanas congeladas» (Martín Santos) pero se monta la de Dios es Cristo por un trapo y unos chavales dándole a la pelotita. ¡Toma del frasco, Carrasco, que del bote se ha acabao!

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