Poco antes de su muerte Gregorio Marañón afirmó que, aunque a lo largo de su vida había conocido a lo más notable de la intelectualidad cultural, política y científica de la primera mitad del siglo XX, si hubiese tenido que elegir entre la inteligencia o la bondad, habría elegido la bondad.

Miguel de la Quadra Salcedo -fallecido el pasado sábado a los 84 años- formó parte de la mejor generación de reporteros de televisión y de periódicos que ha dado nuestro país. Una época, entre la década de los 60 y los primeros años 90, en la que los enviados especiales se despedían de sus familias para regresar dos meses después con diez kilos menos y unos reportajes que incluso hoy día siguen siendo una lección de buen hacer y de valentía en la búsqueda de la noticia. Años en los que los periódicos españoles y RTVE apostaban por la calidad y el estudio de los principales acontecimientos que ocurrían en el mundo por lejanos que estuviesen. Todavía faltaba mucho para que los medios de comunicación (sobre todo los escritos) cayesen presos del infantilismo que se ha adueñado de la sociedad española como consecuencia de una televisión chabacana y la obsesión por la tecnología.

Hombre de gran cultura y con un continuo deseo de aprender, daba la misma importancia a viajar que a la lectura, fuentes imprescindibles para el andamiaje intelectual de cualquier persona. Perteneció a ese mundo definitivamente desaparecido donde los aventureros y los corresponsales escribían crónicas que parecían sacadas de una novela de Joseph Conrad, muy alejado, por tanto, de la obsesión por las nuevas tecnologías y las redes sociales que se quieren imponer en la sociedad española, algo a lo que algunos nos resistimos sin mucho éxito. Sus reportajes sobre el Congo en guerra, el golpe de Estado de Chile en 1973 o sobre las tribus del Amazonas son de una veracidad que deja al espectador atado a la silla hasta que terminan.

Dijo Ryszard Kapuscinski que la esencia principal del viaje nace de la voluntad de querer saber cómo viven las personas que se encuentran al otro lado de una montaña lejana. Uno de los intereses principales que tuvo De la Quadra Salcedo en los cientos de viajes que realizó a lo largo de su vida fue conocer otras culturas, su pasado y su presente, con especial predilección por los países de América Latina porque consideraba de una importancia fundamental para España preservar la historia común que nos une. Frente al papanatismo neonacionalista que ha crecido en algunas regiones españolas en los últimos años y frente al conservadurismo más rancio español que pretende que nuestro país siga siendo la España de Felipe II, De la Quadra siempre consideró que España era parte de un conglomerado en el que los países latinoamericanos formaban uno de los dos pilares fundamentales. España debía mirar, creía, más a América Latina. A fin de cuentas para la vieja Europa siempre hemos sido un país de segunda clase al que ir a pasar las vacaciones. Por otro lado, en su periodismo siembre hubo un componente humano, un interés por las personas con las que se encontraba, por sus anhelos y sus problemas, que impregnaba sus crónicas de una pátina de humanismo producto de su búsqueda constante de esa voluntad de vivir del ser humano que mueve el mundo. También de su bondad.

Le conocí brevemente en el año 2004 o 2005 cuando me lo encontré en Villajoyosa en compañía de Pedro López, actual consejero delegado de Chocolates Valor. Me hubiera gustado hablar con él sobre aquellos reportajes que hoy día pueden verse en la web de RTVE pero no fue el momento ni el lugar. Tiempo después, en el año 2007, recorrí Perú en autobús, varios trenes y en algunos aviones con mi bolsa de viaje al hombro durante algo más de veinte días. Pasé varios días en una cabaña situada en un afluente del Amazonas pescando pirañas, nadando entre delfines rosados y buscando caimanes por la noche. Recuerdo la cara horrorizada de las dos jóvenes (y guapas) inglesas que me acompañaban cuando me tiraba desde la canoa en medio del Amazonas para nadar mientras lanzaba por la boca un chorro de agua o cuando cogía anacondas de dos metros (las más pequeñas) o alguna tarántula según me había enseñado mi guía nativo. Por la noche me sentaba en cualquier lado para escuchar el sonido de la selva. Cuando regresé a España, tuve una extraña sensación durante varios días; como si el ruido de la selva, con su aplastante música compuesta de mil notas distintas, fuera el sonido que yo llevaba toda la vida buscando y que por fin había encontrado.

En aquellos días en la selva peruana rescaté de mi memoria aquel otro viaje que muchos años antes había hecho Miguel de la Quadra Salcedo con su mujer y uno de sus hijos, cuando navegaron buena parte del Amazonas en una balsa que hizo él mismo. También recordé aquella escena suya -tan repetida después- en la que se le ve peleando con una enorme anaconda con el agua por la cintura.

Detrás de su fortaleza física tenía Miguel de la Quadra un corazón humilde y fatigado -como tituló Ignacio Aldecoa uno de sus cuentos- que en los últimos meses se fue apagando poco a poco, dándole tiempo para despedirse de sus amigos más próximos. De él quedarán sus viajes, sus aventuras y ese grandísimo deseo de enlazar bajo una misma cultura todos los países de habla hispana. También su enorme cultura y su gran bondad.

Espero regresar algún día a la selva peruana para, en compañía de mis hijos, navegar en canoa una parte del Amazonas. Cuando lo haga volveré a recordar a Miguel de la Quadra Salcedo. Un ordenador nunca podrá sustituir el olor de la tierra después de la lluvia, dijo una vez.