En plena crisis migratoria cabría preguntarse si esta inmigración que llega a Europa es un fenómeno nuevo. ¿Tiene la Unión Europea capacidad o condiciones para recibir esa muchedumbre? ¿Qué ha pasado? Los grupos generalmente se han desplazado por causas económicas, políticas o sociales a lo largo de la historia desde tiempos remotos. Nomadismos, invasiones, peregrinajes, expediciones, colonizaciones, cambios ambientales, guerras y motivaciones personales formaron el mundo en que vivimos.

La primera gran migración (sin papeles) de todos los tiempos fue la que sacó a unos 40 millones de esclavos de su patria africana y los distribuyeron por el mundo en los siglos VII-XIX, para crear el capital original que contribuyó al desarrollo europeo.

La subsistencia y la búsqueda de abastecimiento trajeron de África y Eurasia al hombre moderno (Homo sapiens sapiens) que pobló el continente americano a través del estrecho de Bering. También llegaron euroasiáticos, indoeuropeos que poblaron Europa provenientes de la India, Siberia, Cáucaso o Dinamarca, lo que aumentó la demografía y los movimientos poblacionales. Cerca del 2.200 a.C., estos pueblos se repartieron en Europa y hacia el sur (Creta, Chipre, Tesalia) formaron la comunidad grecolatina, en el centro y oeste se asentaron las tribus celtas y germánicas. Bajo este influjo de migraciones, llegaron griegos y fenicios por todo el Mediterráneo, asentándose en el norte de África, Italia y España. El desarrollo de las primeras polis provocó también un movimiento migratorio del campo a la ciudad extendido a todas las civilizaciones.

Las migraciones en Europa fueron desde el Sur (Italia, España, Grecia) hacia el Norte (Francia, Reino Unido) y del Este (Rusia, Polonia) hacia el Oeste (Alemania), pero aun así se buscaba el Atlántico. Se estima que entre 1800 y 1940 cruzaron el océano 55 millones de europeos. Fue en Estados Unidos, en el siglo XX, donde entraban 1.300.000 extranjeros al año, y fue el primer país de mayor acogida de esas masivas oleadas de inmigrantes. Le siguieron Australia, Canadá, Argentina, Brasil y Uruguay; estas tres últimas naciones recibieron a 12 millones de europeos, sobre todo italianos, españoles y portugueses hasta 1940. Con ellos también llegaron muchos asiáticos, unos 14 millones de chinos emigraron a Indonesia, Tailandia, Malasia o Vietnam.

Estas masivas migraciones, ¿qué nos demuestran?, ¿por qué temer o renegar de las actuales? Europa podría adoptar medidas más solidarias o receptivas con esta avalancha de inmigrantes si requiere de ellos para sostener el bajo índice demográfico, el envejecimiento poblacional y su crecimiento económico. Es cierto que estas migraciones provienen de una cultura y religión musulmana a una Europa cristiana y laica, conflicto que aparenta graves consecuencias para la seguridad y la integración, pero la fortaleza de la democracia liberal occidental puede asumir ese reto de choque entre civilizaciones. Nos parece errónea la vinculación excluyente que pudiera darse entre inmigración e inseguridad, como si el crecimiento de la primera fuese causa ineluctable de la segunda.

Las migraciones no se detendrán por la contención turca lo que dejaría ese conflicto estancado sin soluciones a medio y largo plazo con graves consecuencias futuras.

Sería conveniente repasar las experiencias pasadas y recordar cómo se integraron en Europa migraciones árabes, africanas, asiáticas, fenicias, norafricanas, entre otras. Paradójicamente migraciones que formaron la Europa en que vivimos.

La inmigración será lo que nosotros queramos que sea, pero no demonicemos un fenómeno humano que es necesario y globalmente positivo. La fortaleza para combatir estas migraciones está en la propia democracia, luchar con denuedo contra la corrupción, los prejuicios, la xenofobia, la islamofobia, el racismo y el extremismo.

Al mismo tiempo, resulta imperativo el control de fronteras al objeto, justamente, de proteger los derechos de los inmigrantes. La lucha contra las mafias, la erradicación de prácticas corruptas en el trámite inmigratorio, el reforzamiento del estatuto de ciudadanía, además de la pura nacionalidad (el inmigrante deja de serlo inmediatamente, adquiriendo la condición de nuevo ciudadano en el país de acogida, asuma o no la nacionalidad de éste), son medidas encaminadas a lograr una interactuación entre nuevos y antiguos ciudadanos.