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Malo es hacerlo, peor contarlo

Todas las instituciones humanas, casi por definición, tienen defectos. Desde la Iglesia a los medios de comunicación pasando por los partidos políticos. No importa que hayan sido bendecidas por su Fundador, por sus lectores o por sus electores. Están formadas por humanos que, sin duda alguna, tienen defectos que trasmiten al funcionamiento de dichas instituciones. Pero sin exagerar: pederastias, manipulaciones y corruptelas no pueden atribuirse al conjunto por el mismo motivo que se les reconocen los defectos, a saber, que también tienen virtudes aunque, para su desgracia, son menos noticiables.

Se sabe qué es una noticia: algo dramático o insólito o, en general, negativo. Lo que dicen los políticos no es más que un relleno entre anuncios, sin ningún interés a no ser que su discurso encaje con alguna de esas características que lo convierte en noticia. Y, mucho más, si, encima, lo que se sabe del político es exactamente lo contrario de lo que ha ido predicando a lo largo de su trayectoria. Hay, como siempre, ejemplos extremos, como el de las corruptelas de un pseudo-sindicato dedicado aparentemente a la lucha contra la corrupción, pero que es pillado delinquiendo con todo entusiasmo.

En este caso, como en el del director de cine que aparece en los «papeles de Panamá», no hay puesta en práctica de la táctica conocida como «matar al mensajero». A ninguno de ellos se le ha corrido decir que son los medios los que están llevando a cabo una torticera campaña de desprestigio. Los hechos son tozudos, pero no para todos.

Pongamos el caso de un expresidente, azote de corruptos en su día antes de ser presidente, y que es pillado con truquillos que su partido había echado en cara a un exlíder de otro partido. ¿Qué hacer? Muy sencillo: denunciar a quien tenía el monopolio de ese secreto mientras corría la versión de que se trataba de un ajuste de cuentas mafioso en el interior de su partido. ¿Reconocer el hecho? Ah, no, eso sí que no. El hecho, según esta versión, es irrelevante. Y, por supuesto, son los medios los que han magnificado el asunto y han acabado dando más importancia a los elementos, en mi opinión, menos importantes antes que al hecho en sí mismo: el uso de trucos fiscales para evadir impuestos y la necesidad que tuvo, una vez descubierto, de regularizar la situación y sufrir la consiguiente multa.

Ha habido otros dos casos, estos, de nuevo, relacionados con los dichosos «papeles de Panamá» y su lento, sistemático e interesado goteo de personajes, que me han llamado la atención. Se trata de las esposas o exesposas de determinados personajes, un expresidente (no es el defraudador que acabo de citar) y un periodista, académico y ejecutivo de una conocida empresa de comunicación y aledaños. El primero de ellos, que yo sepa, ha guardado respetuoso silencio: la parienta aparece en los «papeles» antes del emparejamiento, así que, pelillos a la mar. El otro tuvo una reacción más digna de atención: denunció a los que lo habían publicado y, en su opinión, habían añadido insinuaciones a partir de malévolas intenciones.

Me detengo un momento en este último ejemplo. Como es sabido, el «juicio de intenciones» es un truco demasiado manido como para ser tomado en serio. Pero la sobrerreacción es lo que hacía el caso más interesante. Claro que el personaje no aparecía ¡inicialmente! en los «papeles», pero lo informativo (que él, evidentemente, conoce) es precisamente que la señora haya sido su esposa. ¿Daba con eso un aviso a navegantes en el sentido de tratarse de un intocable aunque no precisamente como lo son los «dalit» en la India? Tal vez. Hacerse respetar es más importante que reconocer los hechos.

Pero ahí están los hechos y de eso es de lo que habría que hablar. Son evasores fiscales, legales o no, y, por tanto, nos están quitando dinero a los contribuyentes, cosa particularmente sangrante en plena campaña del IRPF. Por lo general, los implicados reaccionan mintiendo (por ejemplo, como ha hecho una política, diciendo que todo era IRPF y, después, diciendo que había IVA) o echando balones fuera o proyectando la culpa en quien lo cuenta.

«Lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo», como decía una vieja canción italiana hoy convertida en fondo de anuncio televisivo. Y, ya que estamos, dejándome muy satisfecho por haber conseguido evitar cualquier nombre propio que aparecería en negrita en este artículo. ¿Y lo de la Iglesia? Ah, bueno, eso nada: un simple relleno ornamental.

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