Desde que Aznar, hace ya muchos años y necesitando a los nacionalistas catalanes, dijera aquello tan socorrido y sospechoso de que hablaba catalán en la intimidad, el PP ha sido un sin vivir con una fábrica eficacísima de independentistas con su máxima expresión con el «quietista» Rajoy que, posiblemente sin proponérselo, ha tenido la amarga habilidad para exacerbar el separatismo a límites nunca imaginados en esta democracia. Darle a este hombre la presidencia de una comunidad de vecinos y conseguirá, sin despeinarse, la autodeterminación del quinto, una república en el segundo y una confederación en los bajos comerciales. Y todo esto lo conseguirá quieto, sin moverse, haciendo nada.

Forzosamente debe existir un proyecto bien trazado en el que Rajoy actúa de submarino de la causa de la independencia catalana. Hay teorías graciosas para todos los gustos, desde que en realidad lo de su origen gallego es un trampantojo para ocultar sus raíces ampurdanesas, y de ahí sus dificultades con el castellano, a que es la reencarnación de Martí l´Humà, rey de Aragón, Valencia, Mallorca, Cerdeña y conde de Barcelona, que murió sin dejar sucesor, y que por eso se mofó del Pacto del Abrazo entre Sánchez y Rivera comparándolo con el compromiso de Caspe. Lo más normal, sin embargo, es que todo se deba a una sistemática aplicación de la estulticia, el método natural con más contraindicaciones del mundo.

El último ejemplo de este maquiavélico plan ha sido la prohibición de las esteladas en la final de la Copa del Rey de fútbol, para lo cual se ha dispuesto el cacheo exhaustivo de todos los aficionados no vaya a ser que el presunto bocadillo de tortilla sea en realidad una bandera independentista envuelta en papel de Albal. Se desconoce qué precepto de la Ley del Deporte ampara este disparate, ya que, siendo el independentismo una opción legal y democrática (si no ya me explicarán la contumaz presencia de ERC en el Parlamento español), a ninguno de sus símbolos cabe atribuir incitación, fomento o ayuda «a la realización de comportamientos violentos o terroristas» ni puede sostenerse que «constituyan un acto de manifiesto desprecio a las personas participantes en el espectáculo deportivo». Tuvo que asistir un juez para poner orden a tanta idiotez sobrevenida.

Tras la confirmación judicial de que pitar al himno nacional ni constituye un delito de injurias al Rey ni supone un ultraje a la nación ni es la banda sonora de la sedición, la guerra de banderas que ha declarado Rajoy podría interpretarse como un acto electoralista y lo que se consiga sea que los vendedores de esteladas hagan el agosto en mayo. Y esta confirmación no es en modo alguno de mi cosecha, que me puede molestar como a ustedes, sino de un veredicto del Tribunal Supremo.

Me molesta, cómo no, la falta de educación y el sectarismo de la pitada al himno. Me guste o no a mí (es absolutamente secundario), no deja de ser una completa falta de educación impropia de quien exige respeto a sus símbolos.

También podría entenderse como un acto más de la precampaña electoral del PP, que en su camino hacia el centro nunca desaprovecha la oportunidad de tomar todos los atajos a la derecha con los que se encuentra, y que serviría para reafirmar a Rajoy como el azote del separatismo y el guardián de la unidad de la patria, aunque para ello haya que pasarse por el forro eso de la libertad de expresión, que es un derecho muy ruidoso para la gente de orden.

Siendo esta una hipótesis probable, no hay que resistirse a pensar que cada uno de los actos de Rajoy de los últimos años, desde la recogida de firmas contra el Estatut antes de llegar a Moncloa hasta su sempiterna indolencia ante al problema catalán ya como presidente, no han sido improvisados. Descartado Pujol y su pródiga prole, que si acaso llenarán las páginas de la historia de Andorra, ni Casanova, ni Macià, ni Companys contribuyeron tanto en tan poco tiempo a una Cataluña independiente. Que lo haya hecho a lo tonto no le resta méritos.

Hoy todos los palos políticos se los lleva Concepción Dancausa como delegada del Gobierno, e incluso hay quien exhibe la larga ficha fascista de su padre Fernando Dancausa, como si ser hija de un facha fuese una enfermedad genética. Los políticos defienden con absoluta hipocresía y que se contagia al ciudadano, que no hay que mezclar el deporte con la política. Pero, coño, ¿quién ocupa los palcos de todos los partidos de cierta relevancia? ¿Quién ha buscado el voto con esta absurda medida? El domingo allí estaban, además de los Reyes, destacados políticos sacando brillo a su idiota hipocresía. Y, abusando de esta momentánea sinceridad, ¿qué mejor escaparate que un evento deportivo para reivindicar algo, nos parezca justo o no, pero absolutamente legal?

Al final, y resumiendo, el partido se jugó, todo fue cordial y ganó el proclive a las esteladas.

Y es que uno se harta de tanto patriota de «todo a cien».