Que la participación es el motor de la democracia y el índice que mejor mide su buen funcionamiento es completamente cierto. La participación política es un derecho que corresponde a las personas, a los ciudadanos y ciudadanas de carne y hueso, con sus propias biografías, con sus deseos por realizar y sus problemas por resolver, algo que todavía está lejos de alcanzarse plenamente en cualquier sociedad. El problema surge, como tantas veces en la Historia, cuando el concepto de participación se cosifica y se convierte en mito propagandístico para, a su amparo, justificar cualquier discurso, cualquier medida, que suele terminar con la negación de lo que se predica.

Los nuevos telepredicadores de la participación, que proliferan en estos tiempos, y que tanto hablan de ella, deberían de aplicarse el cuento y empezar a dar razón de lo que sucede en su propia casa. Porque no es normal que partidos que plantan sus banderas sobre el mito de la participación hagan tan escaso uso de ella. IU, por ejemplo, en su famoso referéndum para fundirse en las entrañas de Podemos, apenas logró convocar al 30% de sus afiliados. Porcentajes harto escasos consiguió a su vez P. Iglesias en los no menos confusos refrendos para negarse al pacto con Sánchez, ello sin tener en cuenta cómo este partido trata a sus bases y círculos: la última novedad es colar a un amigo de Iglesias de cunero por la lista al Congreso por Alicante. Tampoco la participación en Compromís ha brillado a gran altura, pues los deseos de muchos de sus afiliados han quedaron anegados por la voluntad incontestable de sus icónicos líderes y lideresas. Algo parecido ha sucedido con la ilusión de cambio que se vivió en las calles en el 15-M, canalizada convenientemente por los nuevos partidos, especialmente por el partido de Iglesias, que sin un especial protagonismo en aquéllos acontecimientos se ha engullido la ilusión para inscribirla en la lógica partidaria, que en este caso es la propia de un partido viejo en muchos sentidos.

Todo ello sería hasta cierto punto normal, pues la lógica interna de los partidos lleva -si no se pone remedio y se cuenta con instituciones que garanticen la crítica interna- a dar todo el poder de decisión a las cúpulas, y finalmente al jefe.

La principal y más efectiva forma de participación política es el voto que se deposita cada cierto tiempo en la urna, en el marco de un sistema político representativo. Naturalmente, no es la única forma pues, como bien se sabe, las constituciones democráticas han ido incorporando otras vías de participación directa e indirecta que la completan.

Cuando hablo del mito de la participación me refiero al vidrioso discurso que repudia las elecciones representativas, por considerar que falsean la democracia, y que reclama, en su lugar, la «verdadera democracia» que emana directamente del «pueblo». Tantos ejemplos se pueden citar de países donde se impusieron sistema de este tipo y que acabaron siendo rehenes de sus dirigentes que no vale la pena insistir. Basta con que volvamos la vista hacia países como Venezuela, cuyo lema fue, desde la época de Chávez, la «democracia protagónica», un grado mayor, al parecer, de democracia participativa, con el triste final que todos conocemos.