Como todos los niños, yo también quise ser como mi padre. Quizá muchos de los que me leáis sabréis a lo que me refiero, y puede que me imaginéis jugando a ser médico, arquitecto o policía. O mirando con infantil anhelo una brocha de pintor o una sierra de carpintero. Sin embargo, lo que yo quería cuando era niño era ser como él; esto es, ser ciego. Luego comprendí que no es que realmente quisiera perder la vista, sino que, como cualquier niño, deseé que esa inmortal sonrisa de mi padre, esa felicidad innata de los ciegos se reflejara en mi rostro para siempre.

Mi padre se llamaba Francisco Fernández Suárez, fue el último de seis hermanos y nació con el destino en contra. No obstante, él supo vencer a esa mala suerte que de alguna manera le perseguía desde incluso antes de nacer. Francisco se llamaron también dos hermanos antes que él, y ambos murieron a temprana edad. Al tercero, mis abuelos no lo llamaron así. Por si acaso. Y solo después de nacer mis tías, al benjamín le pusieron Francisco. Era 1932 cuando vino al mundo, en León. A los ocho años, jugando en la calle con uno de esos proyectiles que quedaron enterrados de la guerra incivil y que mi padre creyó que era un bolígrafo, perdió la vista y ganó la ilusión de nunca darse por vencido. En una de las fotografías que acompañan este texto, lo vemos antes y después del accidente. A la derecha, mirada al frente y sonrisa recta. A la izquierda, con mi abuela, la mirada ya está perdida y es la madre, con esa sensación de vacío inmenso la que nos contempla a través del tiempo y la nostalgia. Era abril del 41. Mi padre murió en 1979, con tiempo para tener diez hijos, sacarse cinco carreras y dedicarse toda su vida a que los niños ciegos con los que trabajó estuvieran integrados en la sociedad y a que sus propios hijos, que no eran ciegos, aprendiéramos a convivir y tener amigos invidentes con una normalidad que, por aquellos años, no lo era tanto.

Parte de ese espíritu independiente se lo debió, sin duda, a mis abuelos. Ellos lo mandaron a estudiar a Madrid solo, a un colegio mayor. Allí, quizá porque no había otra cosa mejor que hacer, se puso a estudiar. Tanto estudió, y tan bien lo hizo, que la universidad Antonio de Nebrija le concedió el Víctor de Oro al mejor estudiante de la facultad de Filosofía y Letras. Luego vendrían Psicología, Pedagogía... Había que aprender a hacerles las cosas más sencillas a los niños, y había que ser el mejor en ello. En Madrid trabajaba como secretario de un colegio de la ONCE. Era joven, pero ya tenía la carrera de violín y tiempo para haber aprendido a tocar el piano. Durante un concierto, mi madre cuenta que se enamoró de él. De sus manos, recuerda. Mi padre, que tocaba el mundo y las palabras en vez de verlas; y mi madre, que enseguida supo que esas manos leerían un amor que, aún hoy, treinta años después del fallecimiento de su esposo, sigue más vivo que nunca.

En 1965 llegaron a Alicante para que mi padre se hiciera cargo de la dirección del colegio la ONCE, en Vistahermosa. Al lado del edificio vivíamos nosotros. Por la tarde, cuando llegaba a casa, los hermanos nos peleábamos por servirle la merienda. Nos reconocía por nuestras pisadas. Y nos recibía con su sonrisa. Siempre. Con esa sonrisa que parece imborrable en las personas ciegas, ajenos a las desgracias que diariamente nos entran por los ojos y «viendo» siempre el lado amable de la vida. A menudo, ante las situaciones difíciles que nos acechan, uno echa de menos esa peculiar mirada de los ciegos.

Mi padre huía de quienes le compadecían y siempre trató de normalizar su situación, buscando la independencia hasta en los mínimos detalles. Se vestía él solo y, no me digáis cómo, aprendió a distinguir por el tacto los colores de algo tan similar como los calcetines. Igualmente, quiso que sus hijos aprendiéramos a leer en braille, a ver también en nuestras manos un lenguaje con el que abrirnos al mundo. Hoy en día, yo trabajo con las manos y mi hobby también está relacionado con ellas. Si algo heredé de él es que, aunque con un sentido menos, se empeñó en potenciar unas fuerzas y unas ganas de vivir que ahora mismo nos vendrían bien. Porque si mi padre pudo sacar adelante una familia de diez hijos siendo ciego, ¿qué no podemos hacer nosotros con los cinco sentidos? Muchas veces, lo que nos falta es voluntad, energía, espíritu de seguir caminando al frente a pesar de las adversidades. Mi padre no vería con los ojos, pero siempre pudo sentirnos. Y siempre quiso lo mejor. Para sus hijos y para los niños del colegio.

Imaginó un sistema de texturas por el que las paredes fueran diferentes según la habitación, para facilitar la vida de los más pequeños. Organizó las primeras olimpiadas entre colegios para ciegos, para fortalecer el deporte y el enriquecimiento personal; ideó, junto a Carlos Valencia, un artilugio que hoy se puede ver en el Museo Tiflológico de la ONCE: el tablero Ferval, creado en los 50, para que todo ciego pudiera hacer diseños a partir de guías metálicas y una base de fieltro. Eran tiempos en los que ser ciego significaba quedarse en casa y no salir, hundirte en ti mismo, recluirte en la soledad más absoluta. Cuando mi padre murió, yo era apenas un muchacho, pero cada día lo recuerdo con más intensidad. Será cosa de los años, que engrandecen los recuerdos... Su memoria y su recuerdo continúan vivos en quienes lo conocimos. De esa manera, seguirá siendo inmortal.

Al principio decía que siempre quise ser como mi padre. Creo que, al final, lo he conseguido. He sido feliz. Y sé que se lo debo a él.

josepalmas13@gmail.com