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Bartolomé Pérez Gálvez

Paletos y papanatas

Aunque la lectura ocupa buena parte de mi tiempo, asumo que me entrego a la literatura menos de lo que debiera. Mis intereses van por otros derroteros. Añadan, a esta limitación, el hecho de que tampoco hago ostentación de patriotismo. Ni juré bandera, ni jamás tuve pulsera o correa alguna con sus colores. Algo habrá influido mi condición de objetor de conciencia, así como no haber llevado nunca un reloj. En fin, que ni sé de letras, ni derramo españolismo. Sin embargo, me siento honrado de compartir idioma con aquellos que en algún momento despertaron mi limitado interés literario, como Bécquer, Neruda o Martí. Y, más aún, por haber nacido y ser parte de esta nación llamada España.

Con esta reflexión no pretendo aburrirles con las vivencias de un servidor. Sólo pretendía señalar que, para sentirse orgulloso de ser español y de nuestra lengua materna, no se requieren especiales adhesiones. Y no me confundan el significado, que nada tiene esto que ver con las ideologías. Muy al contrario, malditos sean quienes andan favoreciendo que mi país -el de ustedes- haya acabado siendo el hazmerreír de Europa. Les hablo de un sentimiento que va más allá de la política y es absolutamente compatible con esa globalización que, no obstante, constituye un serio riesgo de fagocitación para nuestra historia como pueblo.

¿A santo de qué les suelto toda esta monserga? Pues que, además de la presentación de las listas electorales, de la victoria del Sevilla frente al Liverpool o del marujeo habitual de tanta bazofia televisiva, en España ocurren cosas realmente importantes. Y si algo me ha llamado la atención esta semana ha sido, sin duda alguna, la original iniciativa de la Real Academia Española (RAE) y la Academia de Publicidad para denunciar el exceso de anglicismos utilizados en el lenguaje comercial y publicitario. Lo han hecho con un simpático video, en el que muestran de modo satírico hasta qué punto empieza a ser cansino tanto «packaging», «timing», «target» y demás.

Los académicos han explotado en unas jornadas sobre la publicidad, pero cabe aplicar la advertencia a otras áreas de nuestra vida diaria. Por ejemplo, a esos pedantes a los que, para hacer referencia a un artículo científico, les gusta utilizar el término «paper». O a los que cuentan que trabajan de «si-i-ou» (CEO) y obligan a preguntarte ¿por qué «eggs» no le dará a este panoli por decir que es el consejero delegado de la empresa? Hasta corta decir que estás cursando un Master en Administración de Empresas, en vez del consabido «em-bi-ei» (MBA). Vaya, que para todo hay, desde los «play-makers» del baloncesto a los «policy-makers» de la gestión pública.

Es lógico que la lengua de los gringos sea el idioma universal. Digo gringos, sí, que a la Pérfida Albión se la zampó su colonia principal y no pinta un «pepper» en esta historia. Ellos mandan en el nuevo imperio de Occidente y así hay que aceptarlo. Bien distinto es que aquí, en nuestra propia casa y con una lengua tan rica como es la española, permitamos esta invasión. Mala cosa en un país en el que, tanto los escolares como los adultos, se encuentran a la cola de la Unión Europea y de la OCDE a la hora de comprender el significado de un texto. Sólo nos faltaba una sobredosis de anglicismos para acabar de liarnos. Porque lo de escribir correctamente en español -que no en castellano ¡demonios!-, lejos de ir mejorando con los años, cada vez parece más complicado.

La situación empieza a ser tan alarmante que el director de la RAE, Darío Villanueva, ha recordado que el peor enemigo de la lengua española es el papanatismo. Incluso afirma que somos un país de paletos, que recurre a los anglicismos en busca de un toque de estilo. No lo tomen como insulto sino, muy al contrario, como una seria advertencia en favor del idioma que hablan más de 500 millones de personas. Recuerden que el español es universal y que, de los once premios Nobel concedidos a la literatura escrita en nuestro idioma, sólo cinco nacieron en España. Sin duda alguna, la lengua española es la más destacada aportación que hemos hecho, como país, a la comunidad internacional. Y estamos obligados a defenderla.

Para algunos miembros de la RAE, la causa de esta ocupación anglosajona reside en un complejo de inferioridad. Tengo la impresión de que aciertan de pleno. No deja de ser chocante que, mientras la minoría hispanohablante de Estados Unidos -ojo, 50 millones, que no son pocos- exige la cooficialidad lingüística, por aquí juguemos a deteriorar el idioma. La justificación de posturas tan extremas debe tener que ver con el sentido de la importancia en el mundo. Y el nuestro anda de capa caída.

Decía no profesar un patriotismo desaforado, de esos de banderita por aquí y por allá. No obstante, me pregunto si la escasa autoestima que parecemos profesarnos será la razón de la falta de respeto a nuestros emblemas. Empezamos por no situar a nuestra lengua por delante de las extranjeras. Grave error pero nada extraño en un país donde hay escolares que no pueden recibir docencia en su idioma nativo. Y seguimos por no respetar una bandera de la que sólo nos acordamos de Mundial en Mundial, cuando no para patochadas como la que organiza anualmente Eurovisión. Coño, que hasta queda mal gritar ¡Viva España! porque una panda de palurdos intransigentes ha decidido que eso es cosa de fachas. Y, el resto, calladito como momias.

Quizás sea también ese sentimiento de inferioridad, el que hace que seamos uno de los tres únicos países que no disponen de letra en su himno nacional. Tal vez por ello somos tan poco respetuosos con lo que debiera ser un elemento de unión para todos los españoles. Podrá parecerles algo intrascendente pero, en esto, sí hay razones para envidiar a los americanos. Obsérvenlos con la mano en el corazón y en silencio absoluto, mientras escuchan «The Star-Spangled Banner» en cualquier acontecimiento. Y comparen con los silbidos, rascadas nasales y ajustes de calzones, que predominan por estas tierras cuando escuchamos la Marcha de Granaderos. En esto sí podríamos parecernos.

Volvamos a ver Bienvenido Mr. Marshall, que algo nos hará reflexionar. Y que el espíritu de Berlanga nos acompañe.

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