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Don Camilo cumple cien años

Vale, sí. Don Camilo era el capo. El puto amo. Le bastó un solo arranque para montar la zapatiesta y meterle mano hasta las tripas al idioma. Yo, señor, no soy malo aunque motivos no me faltarían para serlo. Hablaba Pascual Duarte y cataratas de sangre y verbos que crujen y una prosa forjada a martillazos dieron otra vuelta de tuerca a la narrativa española. En «La familia de Pascual Duarte» el viento solano, el polvo de la mies aventada, la piorrea, el mal vino y la sombra de Caín se te vienen encima a la que vuelves la segunda página. Había nacido el tremendismo, que entroncaba con la tradición de otros grandes tremendos como Torres Villarroel, Quevedo, Valle Inclán o Gutiérrez Solana en pintura. España es un país que da mucho juego para la caricatura y la mascarada grotesca. Y lo sigue siendo aunque ya queden pocos tremendos que lo cuenten. Y para el apunte carpetovetónico. El carpetovetonismo es una suerte de género literario en el que Cela hace de tipos, tipillos, personajes y personajillos encerrados en ese inframundo que llamamos la España árida o la España negra, una especie de guiñol absurdo que, en su conjunto, no se aleja demasiado de una realidad casposa, cruel y enloquecida. Retratos al minuto que dejan en cueros vivos un panorama desolador y esperpéntico. Cela peleaba con el idioma, lo descoyuntaba. A veces usaba la letanía, las repeticiones en busca de un ritmo que convirtió en propio, personal e intransferible. Su experimentalismo le llevó a escribir verdaderos delirios oníricos como «Oficio de tinieblas, 5», una monumental rareza a la que no hay que buscarle mayor sentido, sólo dejarse llevar por la febril marea de palabras.

Cela tenía cara de perro y dicen que calzaba un carallo de ciclópeas proporciones. También fue novillero, judoka, censor y delator. Esto último reconozco que me dejó bastante traumatizado. Con veintipocos años yo ya me había trasegado medio universo celiano. Una afición que rozaba lo obsesivo. En cierta ocasión, un amigo que sabía de mi pasión, me citó en un bar y me enseñó la fotocopia de un documento donde, efectivamente, Cela se ofrecía como delator de republicanos al régimen franquista. Tuve que rendirme ante la evidencia. El enfado me duró unos años, hasta el ochenta y tres, en que salió publicada su última gran obra, «Mazurca para dos muertos». El resto, hasta «Madera de Boj», la última, son resabios de sí mismo, repeticiones de sus hallazgos y autocomplacencia pajillera, perdonado sea el señalamiento. Tuve que tragarme la indignación en nombre de la literatura, que ninguna culpa tenía de la felonía de un genial felón, y me metí hasta las cachas en la lectura de su última grandiosa creación. A Lázaro Codesal lo mató un moro mientras se la meneaba debajo de una higuera. Todo el mundo sabe que la sombra de la higuera es propicia para el pecado en sosiego. Y en este plan.

-¿Hace un carajillo, don Camilo?

-¡Venga!, no se desprecia.

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