Duele el mar. Duele la luz. Duelen los puntos cardinales cuando apuntan directo al corazón, a la razón y a lo que apenas permanece. Duele el placer de la vida, el gozo de abrir de par en par los poros del alma y de la piel para que penetre por ellos el aliento de existir, la claridad que nos regalan los días que prenden fuego a la noche y fabrican sin esfuerzo un amanecer tras otro. Duele la emoción de estar vivo, como duelen los besos que sanan e iluminan aunque lleguen sin llamar y a horas indecentes. Duele de gusto la alegría de crear y de creer, de mancharnos las manos, de tocar con la mirada la obra que late sobre el papel a los pocos segundos de venir al mundo, de ocupar un lugar en el espacio-tiempo, de saberse viva porque un artista como Javier Pastor la rescató de la nada y le dio forma.

Dicho esto, toca pedir disculpas por comenzar este artículo liberando las sensaciones que pueden provocar los últimos cuadros de Javier, los que configuran la serie titulada El elixir de la naturaleza y que desde hoy se podrán ver en la Agora Gallery de Nueva York. Jugar con ventaja trae sus consecuencias y la verdad es que conocer las obras de este pintor alicantino antes de ser embaladas para viajar al otro lado del Atlántico permite adelantarse a los críticos y a las crónicas que en nada las juzgarán.

Las preguntas son sencillas y obligadas: ¿Qué se van a encontrar los paseantes de la Gran Manzana que visiten la exposición de Javier Pastor? ¿Qué sabemos del artista más allá de las cuarenta muestras que desde 1978 se han podido ver en galerías de la provincia y de Madrid? ¿Qué hay detrás de la mirada de un pintor que desde 1953 contempla el mundo sin cesar de hacer preguntas, deseando entender, explorando siempre, tratando de cruzar la línea que separa la realidad del deseo, la aritmética de la emoción, el yo del todo, el abrazo del caos?

Si leemos las primeras líneas de su currículum sabremos que estudió Bellas Artes en las Academias de San Carlos de Valencia y San Fernando de Madrid, pero lo determinante -que no figura en ninguna información de mano- es que Javier Pastor es un escolástico a caballo entre dos siglos que, técnicamente, ha encontrado en la revolución tecnológica la horma de su pensamiento, el tránsito perfecto entre la tradición (óleo, acrílico, pastel?) y el universo digital de la imagen. Pero antes de esa conquista, su principios fueron tan figurativos como los de cualquier mortal, hasta que su camino desembocó en la inevitable encrucijada de Kandinsky, leyó De lo espiritual en el arte y se dejó querer por los ángeles y demonios de la abstracción. Él mismo confiesa que ese libro y ese hallazgo cambiaron su forma de ver la vida. De ese texto teórico que invitaba a rescatar lo espiritual de las cosas materiales se alimentó el pintor durante décadas, caminando en línea recta y probando múltiples estilos plásticos de las vanguardias, hasta que hace quince años decidió regresar (o tomar el sentido inverso al de Kandinsky), es decir, volar de lo abstracto (lo más espiritual) al objeto concreto. Y es aquí donde Javier se nos hace escolástico, cuando empieza a entender que todo cuerpo se halla constituido por dos principios esenciales: materia y forma; cuando concibe su puntura como un filósofo de la naturaleza -qué cerca le queda Aristóteles y el hilemorfismo, perdonen el término-; cuando ante el duelo espacio-tiempo, cuadrado-círculo, tierra-alma, toca encontrar la esencia del ser material, lo que permanece a pesar de que la forma cambie, vibre, transcurra, gire, se erosione o se transmute.

Lo que Javier Pastor se lleva a Nueva York son variaciones sobre un mismo tema, sobre un tema que viene inquietando al hombre desde que camina erguido y emplea como arma el pensamiento. Javier Pastor ha captado, desde su lucha interior (con la ayuda de acrílicos, de escáner y de sofisticados programas de diseño), la esencia, el néctar, la sangre, el elixir de la materia, y ello sin prescindir del momento en que ésta se transfigura, anotando -como un entomólogo- el aleteo de su transformación, las vibraciones de esa substancia sometida al paso del tiempo, a las inclemencias de la vida.

El elixir de la naturaleza es todo eso y quizá algo más. Son pinturas en las que todo suena a dualidad, a juego de opuestos, a geometría y alma (residuos de un taoísmo de juventud que morirá con el artista), colores que estallan de azules -ese azul Mediterráneo que duele en la retina-, de ocres telúricos, de rojos profundos y de verdes de agua y bosque milenario.

Hasta el 9 de junio, en la Agora Galery de Manhattan, los vecinos y visitantes de la Gran Ciudad podrán ver la última aventura plástica de Javier Pastor, pedazos de mundo de un artista nuestro que ha volado al otro lado del planeta para mostrar, de algún modo, nuestra luz, nuestro mar, nuestro modo de concebir el dolor de vivir, para recordar que somos hijos de nuestro tiempo, pero, sobre todo, para dejar constancia de que la pintura -el arte verdadero- es una necesidad y un intento de entender la vida, y quizá también una pregunta -como diría Cernuda- cuya respuesta no existe.