Andaba ayer pendiente del Granada-Barcelona, por ver si ese equipo hecho de recortes de unos y otros, como a trozos mal aprovechados que otros equipos sueltan como lastre inservible, era capaz de ganar a los catalanes y dar una satisfacción mínima a los nativos de esa tierra tan preciosa como deprimida. Salta la liebre en un noticiario -de los que dan cada hora incluso cuando el fútbol lo acapara todo-: «Ada Colau se echa encima a los sindicatos policiales con una poesía ofensiva».

No soy sospechoso de ser anti Colau. Voté a Podemos en las últimas elecciones y tras su trabajo ímprobo, días y noches, durante meses para evitar un gobierno que desaloje a la derecha del poder, creo que no volveré a votarlos más.

Ada Colau me caía bien como líder populista y vecinal, la primera en dar la cara por los más necesitados -por ejemplo- en toda concentración o manifestación antidesahucios que hubiese por la zona. Eso le valió ser cabeza de lista de todos los movimientos de izquierdas y la Alcaldía de Barcelona.

La Alcaldía -con los líos que está preparando- no parece ser lo suyo. En lo que no hay la menor duda de que patina continuamente es en materia poética. La poesía y Ada Colau son entes incompatibles, contradictorios, sin posibilidad de encuentro.

Hace pocas semanas -también en un supuesto certamen poético-, se soltó con un bodrio de Padrenuestro feminista, de una pretendida poetisa, Dolors Miquel, que decía algo así: «Madre nuestra que estás en el cielo, santificado sea vuestro coño, la epidural y la comadrona». Pura lírica carnal solo comparable a aquellos otros versos «Carne de yugo ha nacido, más humillado que bello?». ¡Cuánto les queda que aprender a Miquel y a Colau en materia literaria. No hay nivel! ¡Qué le vamos a hacer! Hay que envainársela por cojones.

No sé si Colau ha querido enmendar el engendro del Padrenuestro sexual y ha organizado un nuevo certamen poético callejero, con paneles a lo largo y ancho de Barcelona para que los sufridos transeúntes se extasíen leyendo lírica de la buena. Los asesores -si los tiene, que los tendrá, o no van por la Alcaldía o, si van, no tienen ni pajolera idea de lo que llevan entre manos-. Deben ser la cuota asesora de quienes no encontraban hueco en las listas y todo partido está obligado a colocar en algún sitio aunque sea con calzador.

En la puerta de la comisaría de La Verneda se coloca -si Colau no se ha enterado, mal. Si se ha enterado, peor- la siguiente poesía atribuida a Charles Bukowski y referida a unos policías que lo miran con desagrado: «¿Por qué no enviamos a esos muchachos a morir en alguna guerra? Sus madres no habrían llorado más de diez minutos». Una selección poética hecha a conciencia.

Ya tenemos el gran lío montado. Las calles que escriben versos -así se llama más o menos esta semana poética barcelonesa- se han pasado cuatro pueblos, que diría Margallo sobre la austeridad.

Bukowski, nacido alemán y recriado en Norteamérica, es un escritor maldito del siglo pasado. Irreverente, soez, imagen de la decadencia, marginal, trastornado y alcohólico. Con un gran genio creativo, no nos vamos a engañar ni a lanzarnos aprovechadamente por la pendiente de la descalificación. He leído un par de obras suyas de significativo título que plasman sus obsesiones: Mujeres y La máquina de follar - en fin-. Él mismo habla de su problema con la bebida mientras se prepara un trago: «Si pasa algo malo, bebes para olvidar. Si pasa algo bueno, bebes para celebrarlo. Si no hay nada, bebes para que haya algo». Toda una declaración de intenciones.

No sé a qué policías -que lo miran mal porque no se siente con buena pinta a sus ojos- se refería Bukowski en su poema ni en quienes pensaba Ada Colau para colgar la poesía en un panel frente a la comisaría. Desde luego, no a los policías que yo he conocido a lo largo y ancho de casi cuarenta años trabajando en las cárceles españolas, varios de ellos metido hasta las cejas en la lucha contraterrorista. No hablaré de eso porque, a las puertas de la jubilación, una situación tan marginal y desechada como la del propio Bukowski, cualquiera pensaría que son batallitas de abuelo cebolleta o intentos desesperados de buscar protagonismo y engancharme a algún carro destartalado. A mí, discípulo fiel de Diógenes, que sólo me interesa a día de hoy, un buen libro, una mujer tierna, dulce, acogedora y pacífica, un paseo reposado junto al mar con mis perros y olvidar las intrigas mentirosas y vacías de la política.

Bukowski no hablaba de los policías que me escoltaron durante años, mirando bajo mi coche y revisando calle a calle cada rincón por el que teníamos que pasar, exponiendo su vida por un sueldo que no es ni la décima parte del de un eurodiputado. No se refería a Enrique de Federico -comisario general- ni a Eduardo González -comisario de la Unidad Central Operativa antiterrorista-. No hablaba de Tomeu Campaner -jefe superior de Baleares- ni de Toni Suárez -inspector jefe de la Unidad de Crimen Organizado-. Con todos ellos he tenido el honor y el placer de jugarme el pescuezo para que algunos de los que aplauden estos poemas cochambrosos durmiesen tranquilos. Ni a ellos ni a tantos otros magníficos policías.

Ante estos esperpentos literarios solo vale la mirada impasible del cínico. Hay que ser selectivo en las batallas porque es mejor tener paz que tener razón. Y que les den.