En la España de 1857 el analfabetismo era una lacra para la sociedad española. El ministro de Fomento de aquella época, Claudio Moncayo, para luchar contra la enfermedad de la incultura favoreció y permitió que la enseñanza pudiera impartirse tanto en los anticuados y escasos centros públicos como en los privados en manos de la Iglesia Católica e incluso en casas particulares. Poco imaginaría aquel ministro que aquella medida tomada de forma temporal y transitoria tendría tanta continuidad en el tiempo. La ley Moncayo posibilitó que un gran número de colegios religiosos, previa subvención, enraizaron en el sistema educativo de los españoles, llegando a su máximo auge y popularidad durante la dictadura franquista. En 1985, en la España del PSOE y la LODE (Ley Orgánica del Derecho a la Educación), los colegios religiosos y privados, mantenidos con dinero público, se consolidaron definitivamente con identidad propia denominándose colegios concertados. El crecimiento demográfico de la España de los 80, «baby boom», junto a la ampliación de la obligatoriedad en dos años más justificaba de nuevo la financiación pública de colegios privados ya que la red de colegios públicos era incapaz de atender tanta demanda. Así, casi sin darnos cuenta, hemos llegado al siglo XXI donde el mapa escolar de España muestra que un 65% de nuestros colegios son públicos, un 30% son concertados y un 5% privados.

Después de más de 30 años de aquella decisión del Partido Socialista, es lícito pensar y cuestionarse la conveniencia o no de seguir «echando mano» de los colegios concertados para atender la educación de los niños españoles y máxime cuando la red pública de centros educativos ha mejorado sustancialmente tanto cualitativa como cuantitativamente. Los políticos lo saben y llevan un tiempo utilizando los centros concertados como reclamo electoral, unos defendiendo su utilidad y otros apostando por alejarlos de las subvenciones con dinero público. Sirva como ejemplo lo que ha ocurrido en nuestra Comunidad Valenciana que estos años atrás, en manos del PP, se suprimieron más de 500 aulas de centros públicos y aumentaron las subvenciones a los centros concertados, mientras en apenas diez meses del «gobierno a la Valenciana» se suprimen 3 aulas de los concertados y se recuperan más de 400 aulas para los públicos. También podemos comprobar que, aun siendo dotados económicamente con dinero de todos, opinar, interferir o cuestionar la necesidad o no de un colegio concertado no está exento de problemas; si no que le pregunten a Vicent Marzà que sin dejar de subvencionar, sin clausurar ningún colegio concertado y sólo por cerrar tres aulas por falta de alumnado ¡la que le está cayendo encima!

Desde mi punto de vista, aquella Administración o aquellos equipos de gobierno que pretendan dar las gracias a los colegios concertados por el servicio prestado y sacarlos de la red pública y gratuita de la educación española, tendrá que enfrentarse a dos grandes problemas. Por un lado a la Conferencia Episcopal, puesto que es la Iglesia Católica la propietaria del 70% de los colegios concertados; no es fácil que renuncien a la inmensa cantidad jugosa de dinero que gestionan gracias a las subvenciones. Por otro lado, el círculo vicioso en el que se encuentran sumergidos los centros concertados y que todas las administraciones han consentido. Los centros concertados siempre han tenido una gran demanda de puestos escolares, lo cual les permite elegir la clase de familias, el tipo de alumnado que quiere en sus aulas. Obviamente los centros concertados tienen a los alumnos de mejores condiciones socio-económicas de su barrio, su mejor carta de presentación en el periodo de matriculación del año siguiente, que volverán a tener exceso de demanda y, otra vez, la posibilidad de elegir. Mientras los colectivos más desfavorecidos: los inmigrantes, los chicos y chicas de barrios marginales o los alumnos con necesidades educativas, sin cabida en los concertados, todos de cabeza a la escuela pública. Dinámica que al fin y a la postre genera una segregación social.

Los responsables de esta situación mantenida durante mucho tiempo no son los padres que de forma legítima buscan lo que creen mejor para sus hijos, ni de la Iglesia Católica que vela por sus intereses. Son los distintos gobiernos los que deben garantizar y velar por un sistema educativo que, sostenido con fondos públicos, aseguren la igualdad de oportunidades para todos y cada uno de sus alumnos. Esta equidad, esta igualdad pasa por evitar y consentir comportamientos clasistas que segregan y marcan diferencias sociales inadmisibles en una sociedad que pretenda ser igualitaria.