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El Olivo

Acabo de ver El Olivo, la última película de Iciar Bollaín. Magnífica historia y magnífica interpretación de unos actores casi desconocidos, exceptuando a Javier Gutiérrez, a los que la directora saca el máximo partido. Y por utópico que resulte ese viaje a Alemania para recuperar el olivo milenario vendido a una multinacional -está de moda encarcelar un olivo, comprado a precios astronómicos, en los lujosos vestíbulos de grandes edificios de oficinas- que devuelva la sonrisa a su abuelo, mudo desde que la familia arrancara y vendiera el viejo árbol que formaba parte de su vida, la película rezuma verdad. Iciar Bollaín, a la que descubrimos hace 33 años dando vida a la niña introvertida de la película El Sur, una de las obras maestras de Víctor Erice, el añorado director que tan poco se prodiga, es hoy una sensible y comprometida directora, en cuya filmografía siempre aborda temas sociales (los derechos humanos, el medio ambiente, la violencia de género?) es hoy una directora cuajada, coherente y poco amiga de estridencias; su obra, ya numerosa, se sintetiza en la más conocida de sus películas, Te doy mis ojos, ganadora de siete premios Goya y que aborda de forma espeluznante la violencia de género. El Olivo me ha tocado especialmente, quizás porque en ella se resaltan valores que comparto: el afecto familiar, el cariño y respeto a los mayores y la defensa del medio ambiente. Es una película poética, por mucho que un sector de la crítica la ha considerado una comedia de escasa trascendencia. Y la utopía: se puede conseguir lo imposible, basta proponérselo y ser valiente. Pero ahí va la pequeña (¿o grande?) anécdota del olivo de la Rambla, ese hermoso ejemplar que es lo primero que veo al salir a la calle cada mañana, y está situado en el pequeño jardincillo del final de la calle más importante de la ciudad, que alberga el monumento a la Constitución, obra del desaparecido artista de Muchamiel Arcadio Blasco. Pues bien, alguna mente preclara del Ayuntamiento, a quien la estética ciudadana debe importarle más bien poco, ha colocado a su lado una estridente y amarilla señal anunciadora de una cámara de vigilancia y control del tráfico; y en el conjunto lo que destaca es la señal, pasando el hermoso olivo a un segundo plano. Probablemente el detalle pueda ser considerado baladí; no para quien escribe, que ya perdió a Marifé, el arbolito ramblero (¿recuerdan?) con el que durante años sostuve jugosas conversaciones sobre la política municipal, y que repentinamente, de un día para otro, apareció seco; curiosamente el único de los casi cien árboles de la calle muerto por causas desconocidas. ¿Casualidad o «arboricidio»? Lo cierto es que el olivo de la Rambla me recordará siempre a la película del mismo nombre, a la que deseo una trayectoria triunfante por sus muchos valores.

Termino hoy mi artículo con una gran noticia para los «teatreros» de este país: «mi» Nuria Espert ha sido galardonada con el Premio Princesa de Asturias de las Artes. Que yo recuerde no hay precedentes de que semejante distinción se haya otorgado a otro actor o actriz españoles, aunque sí a cineastas extranjeros: Elizabeth Taylor, Woody Allen y Francis Ford Coppola el pasado año. No voy a descubrir a estas alturas el mérito de la gran diva del teatro español, intocable -que ya es difícil- para los componentes de esta profesión siempre con la sensibilidad a flor de piel. Lo cierto es que a Nuria le ha costado sangre ocupar el merecido lugar del que hoy disfruta por su constancia y su valentía, por su audacia y su exigencia estética desde que a los 18 años interpretara por primera vez a esa Medea que es la bandera y estandarte de su biografía. Estoy seguro de que este premio ocupará un lugar de honor en su luminoso dúplex de la Plaza de Oriente madrileña, porque en el gran armario donde se agolpan los numerosísimos premios obtenidos en su vida ya no cabe un alfiler. Nuria ha conseguido, ahora sí, dignificar el oficio teatral y colocarlo en el nivel nunca alcanzado. Es su gran triunfo, pero también el de toda la familia teatral.

La Perla. «Traigo en una mano la rama de olivo y en la otra un fusil; no permitan que deje caer la rama de olivo» (Yasir Arafat, líder y presidente de la OLP, Premio Nobel de la Paz 1994)

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