En tiempos vidriosos y líquidos como los que atravesamos, en los cuales la realidad no se hace evidente por sí misma, la tentación de engarzarla en un relato que la explique ha pasado a ser el primer objetivo de la política.

Sin un relato, sin una historia que contar (lo que implica un ajuste de cuentas con el pasado y un horizonte a alcanzar), no hay proyecto político que se abra camino y que sea capaz de aguantar. Controlar la narrativa, desde los tiempos de Hesíodo hasta los más recientes de A. Gramsci, es la constante y el alimento del poder. Las revoluciones van precedidas de relatos más o menos épicos y emotivos; el poder establecido, o a medio establecerse, también los necesita para justificarse y obtener respeto y obediencia.

El relato ha pasado a ocupar el lugar de la ideología (nacionalista, de clase etc.), un término fuerte que integraba, no hace mucho, la totalidad de los fines colectivos y que daba sentido a las orientaciones vitales de cada cual. El giro no es necesariamente negativo: lo único que sucede es que frente a la rotundidad de las ideologías, que invitaban a condenarlas o a identificarse con ellas, lo que tenemos es una pluralidad de relatos, de historias fragmentarias, transversales, que compiten fugazmente en el espacio público y que aparecen y desaparecen en el vórtice de una opinión mudable.

Ha cambiado, con todo, el sentido de las historias que se cuentan. Hoy se tiende a ver, en las ideologías del pasado, la manifestación de la cultura de los dominadores, de los vencedores, relatos del poder urdidos a costa de excluir una multitud de otras posibilidades, de otros valores, de otras imágenes. Frente a la terrible idea hegeliana de que el progreso, inevitablemente, produce sus víctimas (lo que es muy penoso, pero hay que asumirlo), hoy se revindica, junto a W. Benjamin, las historias y las biografías de quienes han sufrido, de las víctimas, de las minorías, de los desheredados de la tierra. Lo que supone incorporar, a la narrativa política, una carga fuerte de valores éticos y morales.

Pero la lógica del poder es una máquina implacable. Muchos de los relatos que se vierten para alimentarla, como estamos viendo en el interregno electoral de España, son mudables, mutantes, impostados, en muchos casos vacíos. Son relatos al servicio del objetivo de alcanzar el poder, aunque se confunda deliberadamente poder con gobierno. La emotividad, y sobre todo la ética que presuntamente los envuelve, albergan una especie de trampa, pues, en el ámbito de la política, la ética no tiene un valor absoluto sino que hay que negociarla en un sentido consecuencialista, para evitar que aquéllos en cuyo nombre tal ética se reivindica no resulten ser los perjudicados de siempre.

La sociedad española necesita un relato fuerte, un relato colectivo. En parte, éste ya está construido a partir de las reglas constitucionales que nos hemos dado, por mucho que algunas de ellas haya que cambiarlas y actualizarlas. Pero la complejidad de la situación en que España se encuentra, la ubicuidad del poder con sus múltiples facetas, la gravedad de la crisis y la falta de horizonte para incontables personas, requieren implementarlo con un relato, no simple y emotivo, sino complejo, responsable y sumamente realista.