«El Ogro filantrópico» es el título del ensayo de Octavio Paz sobre el Estado que le ganó la antipatía de muchos de sus colegas, además de una cierta excomunión entre los bien pensantes. Paz fue un desencantado comunista mexicano que, no obstante, amó Francia, España y Estados Unidos. Tanta libertad a contracorriente lo convirtió en «peregrino en su patria».

Seguramente no cabe encontrar en las monocromáticas letras hispánicas -y mucho menos entre los intelectuales ibéricos- ningún patronazgo mejor para el impertinente propósito de hablar mal del Estado. Vaya por delante que no se trata de un desahogo de anhelos ácratas. Ciertamente, la experiencia histórica de los últimos cien años autoriza a Octavio Paz a decir que «el Estado del siglo XX se ha revelado como una fuerza más poderosa que la de los antiguos imperios y como un amo más horrible que los viejos tiranos y déspotas». Pero aunque muchos Estados hayan sido la perfecta realización del terror y la opresión, no cabe pensar una situación en la que sea posible su supresión, salvo con la forma del caos, porque los hombres no somos siempre benéficos y el cielo no cabe encontrarlo en la tierra, ni siquiera al asalto.

Además, al Estado moderno le debemos el régimen de igualdad que nos define como ciudadanos y que suspendió el sistema de los privilegios de rango y posición que sostuvo a las aristocracias sociales. Y una vez que asumió y secularizó las instituciones que ejercían las «obras de misericordia», tales como la educación, la sanidad y la asistencia social, se convirtió en promotor razonablemente eficaz del bienestar y la solidaridad en las sociedades contemporáneas.

A todo lo anterior hay que sumar, la justificada reformulación -expolio, a veces- de instituciones sociales como la paternidad: desde el XIX el Estado moderno evitó que los «padres» de familia y titulares del patrimonio pasaran a ser «patronos» en sus nacientes empresas con las potestades casi ilimitadas que les concedía el Antiguo Régimen. La condición de ciudadano garantizada por el Estado impide que nadie asuma respecto de nosotros atribuciones paternas y de tutelaje. Así que los padres, en general, les debemos al Estado moderno la impagable descarga del deber de buscar esposa, posición, oficio y beneficio a nuestros hijos; y los hijos le deben poder dar forma a su existencia decidiendo su propio destino en muchos aspectos de su vida, y no menores.

Pero, tal vez por todo lo anterior, el Estado ha desacostumbrado a sus ciudadanos de la carga libre y consciente de sus responsabilidades, de manera que, por ejemplo, los padres hoy esperan que el Estado les garantice el futuro a sus hijos; y éstos, por su parte, esperan que el Estado ofrezca los servicios que les descarguen de la pesada ancianidad de sus padres. Y así, visiblemente, la filantropía estatal ha engendrado un Ogro que desvitaliza las energías morales de muchedumbres que esperan que la administración pública cuide de la educación y el trabajo de sus hijos, de la enfermedad y ancianidad de sus familiares, de la integración de los excluidos, de las vías y los espacios públicos, de la subvención de la cultura (y del cine) y de nuestras religiones y sindicatos o de los equipos de fútbol locales, que cuide del medio ambiente y de los espacios naturales, de la singularidad de la fauna y la flora marina, de los humedales para las aves en ruta, de las minorías étnicas y lingüísticas, del patrimonio histórico, que garantice la seguridad y el apresamiento y condena de los delincuentes y la acogida de los inmigrantes, que acabe con la violencia de género y garantice la salubridad de los alimentos para al consumo, la seguridad del tráfico aéreo y marítimo, que garantice pensiones, subsidios y becas, y todo ello mientras no olvida ni desatiende nada de todo lo demás, incluida la previsión contra desastres naturales, también los imprevisibles.

Y lo singular del caso no es que como resultado de lo anterior los ciudadanos desatiendan sus deberes elementales enajenándolos en la supuesta omnipotencia estatal, sino que el propio Estado nos insta a hacerlo declarándose titular responsable del bienestar, la educación, la salud, la seguridad, la cultura del país y nuestra felicidad misma. El Estado contemporáneo ha expropiado -vampirizado dice Sabater comentando a Paz- al sujeto de su vigor y protagonismo moral reduciéndolo a una instancia de disfrute de derechos que, por su parte, el Estado mismo se apresura a satisfacer e incrementar para mantener nuestra tranquilidad narcótica.

Como es sabido, en los Estados Unidos no hay propiamente educación, asistencia social ni sanidad públicas y universales en el sentido que nosotros las concebimos. Y sus ciudadanos tampoco sienten, por ejemplo, haber delegado en el Estado y sus funcionarios la obligación de defender sus casas o sus familias, así que muchos de ellos prefieren permanecer armados. Nada de lo anterior me parece deseable, pero no esperarlo todo del Estado tiene la inevitable consecuencia de que cada uno se sabe indelegablemente responsable y, al mismo tiempo, precisado de asociarse con otros, sin que lo primero ni lo segundo lo tutele el Estado. Paradójica pero comprensiblemente, en ese inclemente desamparo sobrevive mejor el vigor moral del que nos priva la filantrópica pero edulcorada profusión de servicios públicos para el bienestar.

El «opio del pueblo» contemporáneo es ese estatalismo suministrador de una panoplia de derechos desbordante, muchas veces nacidos como dádivas electorales para una ciudadanía proclive a la obesidad y la depresión -las dos pandemias de las sociedades desarrolladas-, y hedonista. Nos dejamos acunar en esa placenta de derechos que hemos confundido con la auténtica ciudadanía, sin rebelarnos ni exigir al Estado y a sus funcionarios que se quiten de en medio cuando de cuidar a los nuestros y a cuantos lo necesitan se trata. No hay ciudadanía efectiva sin el peso de la responsabilidad.

Este Ogro filantrópico tiene además un poder de nigromante: consigue hacernos sentir simultáneamente insignificantes y cómodamente alojados en esa insignificancia, para que no nos decidamos a tomar parte activa en la discusión y el curso efectivo de los asuntos públicos. Así que como Ulises en la cueva del cíclope preferimos decir que somos «Nadie» antes que enfrentar ese ojo solitario.