Ahora que ha concluido la legislatura más corta de la democracia española, es quizás el momento de hacer un balance de lo que ha aportado a la política nacional el partido conocido como Podemos, y que como su propio nombre indica basa sus actuaciones no tanto en el «para qué» sino en el «cómo», en detrimento de los posicionamientos ideológicos netos en el marco de la supuestamente trasnochada dualidad izquierda-derecha (al menos hasta ahora, vistas las apresuradas negociaciones para tapar un probable agujero electoral con la alianza con Izquierda Unida).

Cierto es que como eslogan electoral el presidente Obama (del Partido Demócrata) le sacó mucho provecho a su «Yes, we can» en las elecciones presidenciales de 2008, pero el voluntarismo como ideario político tiene un antecedente poco halagüeño, como recordarán todos aquellos que hayan visto u oído hablar del filme El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl.

En todo caso, más allá de una discusión académica sobre las filiaciones, no se puede negar a la formación controlada por Iglesias Turrión el mérito de haber capitalizado políticamente una ola de descontento popular, mitificada en lo que se ha venido en denominar 15-M, máxime teniendo en cuenta que ni el jefe del partido ni el resto de la cúpula tuvieron ningún protagonismo en la gestación de aquel movimiento de protesta y contestatario surgido en la primavera de 2011 (y seguido por cierto de un gran triunfo electoral de la derecha en las elecciones locales, regionales y generales de ese año, lo que aceleró los recortes al Estado del Bienestar).

Además, justo es reconocer que esta expresión política de la indignación de amplios sectores de la sociedad ante la corrupción en las instituciones y la crisis económica no ha adoptado ribetes racistas o xenófobos como en otros países de nuestro entorno, aunque sí que muestra un claro euroescepticismo, que se ha materializado en votar en al menos dos ocasiones en favor de salir del euro en el Parlamento Europeo. Y todo eso se ha visto recompensado con cinco eurodiputados, un buen número de concejales y diputados autonómicos en toda España, y 69 diputados nacionales (luego 65 al salirse Compromís del grupo parlamentario) en su primera convocatoria electoral. Es desde luego un logro muy notable, no menoscabado por la ayuda consciente o inconsciente prestada a esta causa por numerosos platós de televisiones privadas.

Pero en política es imprescindible pasar del éxito electoral (aunque sea parcial y relativo) a las conquistas concretas en favor de las personas que se dice representar. Sin embargo, aceptado el diagnóstico al respecto de la crisis institucional y económica de España, y sobre el que se ha construido Podemos, más dudosa ha sido siempre la finalidad política del partido, que o bien está oculta desde su fundación (al fin y al cabo es pública y notoria la admiración teresiana de Iglesias por la Venezuela de Chávez y Maduro, sobre cuyo predicamento actual huelgan comentarios) o bien cambia en función de las circunstancias (léase encuestas de opinión), de modo que se concurrió a las elecciones europeas de junio de 2014 con un programa de corte radical, y a las generales de diciembre 2015 con otro, supuestamente socialdemócrata, pero que paradójicamente le ha impedido (sic) cerrar un acuerdo programático con el Partido Socialista.

Este hecho no debe sorprender a nadie. Es innegable que desde sus orígenes Podemos ha priorizado la forma sobre el fondo, el espectáculo sobre el programa, y el chascarrillo sobre el discurso, lo que se ha visto corroborado con su actuación en el Congreso de los Diputados en estos últimos cuatro meses. Lo que muchos sospechábamos antes del 20-D es ahora un hecho incontrovertible, del que los votantes de izquierda debieran tomar buena nota de cara la cita del próximo 26 de junio. Mucho me temo que, a la vista de lo sucedido, a Iglesias Turrión, aunque desde luego no a sus electores, le importa más bien poco la lucha diaria por salir adelante de parados, desahuciados, mujeres, trabajadores e inmigrantes, aunque él prefiera el más genérico término de «gente». Porque si así hubiera sido, sus casi setenta diputados estarían hoy votando la derogación de la reforma laboral, la modificación de la legislación hipotecaria, o la reactivación de la políticas activas de empleo, tras haber otorgado su confianza a un presidente de gobierno socialista, lo que habría desalojado del poder al partido de Fraga y Aznar tras la legislatura más antisocial desde la transición a la democracia. En cambio, votaron en contra de Pedro Sánchez junto a la derecha, prorrogando medio año el gobierno de Rajoy, y llevando al país a un nuevo proceso electoral cuyo principal beneficiado, al menos a priori, es el Partido Popular.

Triste balance. Eso sí, bien aderezado de postureo a mansalva, flashes, titulares, consultas a la búlgara y reclamaciones de vicepresidencias y ministerios, mientras el país sigue con una tasa de paro por encima del 20 por ciento de la fuerza de trabajo, y con la distribución de la renta más desigual de la Unión Europea. En la retina de la «gente» a la que Podemos dice servir y representar podrá quedar un rosario de grandes cambios estéticos en la indumentaria de sus señorías, en la forma de prometer el cargo, por la presencia de niños de teta en la cámara, los puños en alto, o las fotos de grupo dentro y fuera de la Carrera de San Jerónimo posando con los brazos apuntando al cielo. Esta preferencia política por la transformación estética en desdoro del cambio social y económico fue por lo demás admitida y celebrada por el hasta ahora número de dos de la formación morada, Íñigo Errejón, en un revelador artículo publicado en el periódico El País el 16 de enero de 2016 donde señalaba, en referencia a los diputados de su grupo: «Libraron el miércoles una batalla cultural y, a decir de la reacción del establishment, la ganaron: construyeron un parteaguas y ya nadie duda de que, efectivamente, este es un Congreso distinto -más parecido a España- para una etapa diferente». Pero lo que hemos visto es un Congreso más breve e improductivo (ni una ley aprobada por no haber elegido nuevo presidente) que distinto, y en vez de una nueva etapa se ha prolongado la de Rajoy.

En verdad nada de esto ha contribuido ni un milímetro a mejorar las condiciones de vida de la mayoría de los ciudadanos, aunque quizás algunos pocos de entre ellos, seguramente sin problemas para llegar a fin de mes, se habrán entretenido gracias a la «tronización» de la política española. Confieso que nunca he visto la serie de televisión favorita de Iglesias Turrión, guía al parecer de su acción pública (ha llegado a escribir un libro de ciencia política tomándola como base) pero por lo que he captado como consecuencia de la influencia de la cultura popular, me queda claro que se trata de una historia que retrata la constante y descarnada lucha por el poder como un fin en sí mismo y a mayor gloria de quien lo persigue. En esto, una vez más, la realidad habría superado con creces a la ficción.