Cuando uno se dedica a la política; cuando uno llega a ser secretario provincial de un partido como el PSOE; cuando uno es diputado autonómico; cuando uno se convierte - sin saber cómo - en político, se despersonaliza. Un político deja de ser persona, por supuesto ciudadano, y se supone que deja de tener los problemas que todo el mundo tiene a su alrededor. Casi que un político se cosifica, deja de tener los pies en el suelo, sus problemas ya no son problemas de este mundo, y sus sentimientos - por lo tanto - también son ajenos a los sentimientos de las personas de este reino. Tal es así que uno que tiene un cargo - temporal y circunstancial - de servidor público como «político» suele sentir ese vértigo de no saber qué se es; de no conocer quién se es; de no reconocerse siquiera; de dudar de uno mismo; de no identificarse con los clichés comunes y cotidianos atribuidos a un político. Porque en mucho o en casi todo, coincido con la gente que no se dedica a la política activa, síntoma que sobrellevo sin saber muy clara cuál es su nivel de gravedad de esta dolencia.

Una enfermedad que se manifiesta a menudo con reflexiones coincidentes con algunos planteamientos que florecen en la mente de muchos ciudadanos. En definitiva, hay momentos en los que pienso que si coincido con muchos ciudadanos será por qué soy un mal político, porque no ejerzo bien mi papel de político; se supone que es contradictorio ser del mundo político y del reino de los ciudadanos a la vez. Pero la verdad es que son muchos los compañeros, que dedican su tiempo a la política, y que también les pasa. Coinciden y mucho con los ciudadanos que no hacen política activa.

Coincido en la vergüenza de protagonizar, de manera pasiva, la primera legislatura fallida de la historia de nuestra democracia; coincido en la falta de miras que ha impedido un gobierno que tuviera como prioridad atender las necesidades de los ciudadanos; coincido en la importancia de no repetir en junio los errores de la navidad pasada; coincido en el hartazgo de mensajes manidos, recursos comunes, clichés huecos y palabras vacías. Uno, que por profesión le da un valor especial al verbo - a la palabra- se sonroja ante la constatación de que el verbo «acordar» que mandató la ciudadanía no ha sido escuchado. Por ninguno, aunque es cierto que por unos menos que por otros. La derrota de la palabra del pueblo emitida el pasado 20-D es otro síntoma de sordera política que también me preocupa.

Uno se desespera ante tanta vacuidad política. Uno que confiaba en la fuerza de los partidos nuevos para empujar a la reformulación de los partidos veteranos, históricos como el mío, se desmoraliza al comprobar que también son lastre de la nueva esperanza que ellos mismos gestaron.

Uno entiende que las campañas van vinculadas a las promesas, y que las nuevas promesas deben con el tiempo convertirse en acciones. El ejercicio del poder es el que motiva nuevos horizontes, pero en una legislatura abortada no caben promesas nuevas porque no se han cumplido ninguna acción. Y las pocas acciones desarrolladas son tan perversas como la peor de las acciones: no llegar a ningún acuerdo de Gobierno.

Uno, por todo ello, entiende y confía en la voluntad de los ciudadanos en su conjunto. Que voten con el sentido común que siempre le ponen a un ejercicio de tanta responsabilidad. Pero también considera que los actores protagonistas de esta historia, los que de verdad tienen la responsabilidad de estar a la altura de los ciudadanos, pondrán toda su capacidad para encontrar una salida a este callejón. Una salida donde prime el interés de las personas, una salida que cuente con los trabajadores, que ponga herramientas de desarrollo a nuestros empresarios, que permita reconstruir un país que - si de una vez por todas- remáramos de manera conjunta no seríamos los líderes en paro, brecha entre ricos y pobres, economía sumergida, corrupción, desigualdad y pérdida de competitividad social y económica.

No, no se trata de coaliciones grandes o pequeñas. Se trata de acordar sobre puntos en común y de orillar puntos de desacuerdo. Y tengo la sensación de que se ha hecho lo contrario, potenciar lo que nos enfrenta y obviar los puntos coincidentes. No nos volvamos a engañar. Porque a la próxima o acordamos o se acuerdan de nosotros.

La campaña que se avecina debe ser limpia, más limpia que nunca. Debe ser reflexiva, debe ser profunda, debe ser programática, educada, sincera y directa. Debe ser respetuosa con el ciudadano que es posible que nos vote, y más aún, si es casi seguro que no lo hará. Debemos comportarnos para dignificar una democracia que tiene las telas raídas, el mantón sucio y el semblante serio. Así no la queremos, los nuestros no se dejaron la piel para una democracia marchita, sino para que brillara con fuerza para iluminarnos. Nuestro comportamiento mohíno es lo contrario al sueño de los viejos demócratas. Despertemos de un grito, gritémonos despertándonos a todos. Por esa democracia que tanto nos hace falta, por ese progreso que se nos escapa entre los dedos como arena de plana, hagamos una cosa: que las reflexiones de un político no se diferencien en nada a las reflexiones de cualquier ciudadano.