Más de la mitad de las elecciones generales celebradas en las democracias avanzadas desde la Segunda Guerra Mundial fueron anticipadas y tuvieron lugar con un adelanto medio de seis meses. No obstante, el caso de dos elecciones convocadas en un país el mismo año ha sido muy excepcional. Ocurrió una vez en Reino Unido y dos en Grecia. El gobierno laborista de Harold Wilson, en 1974, y el de Syriza liderado por Alexis Tsipras, en 2015, ambos en minoría, decidieron llamar a las urnas en medio de una grave crisis social para ampliar su fuerza parlamentaria. Ayudados por el sistema electoral, los dos lograron su objetivo, aunque el griego no del todo, al quedarse a seis escaños de la mayoría absoluta. Las elecciones previstas para el 26 de junio en España son una auténtica rareza. Tienen el único precedente de las legislativas griegas de 2012.

Las nuevas elecciones no son elecciones anticipadas, en el sentido convencional del término, porque no son producto de la decisión del Gobierno de acortar la legislatura por cualquier posible razón. Serán convocadas por el rey después de que hayamos agotado el plazo establecido sin que se formara un gobierno. Tampoco serán, como algunos afirman, una segunda vuelta de las celebradas en diciembre. Nuestro sistema electoral no contempla tal procedimiento, como por ejemplo hace el francés, de principio mayoritario, para aplicar en el supuesto de que en la primera votación ningún candidato obtenga mayoría absoluta. Conviene tener claras las diferencias. Por lo general, en las elecciones a doble vuelta, en la segunda votación sólo pueden presentarse los dos candidatos más votados en la primera, de manera que el resultado indefectible del proceso es la proclamación de un ganador claro, algo que no sucedió en diciembre en España y tampoco se espera que pase en junio.

Para referirnos a ellas hablamos de repetición de elecciones, debido al escaso tiempo transcurrido desde las anteriores y a que no tuvieron los efectos políticos previsibles. Pero estas elecciones no serán una mera repetición de las celebradas en diciembre, sino otras, diferentes e inéditas, porque se llevarán a cabo en unas circunstancias distintas, únicas, y la incertidumbre del resultado es, si acaso, mayor.

Entre unas elecciones y otras hay sólo seis meses, pero en ese tiempo la actitud de los españoles ante la situación política puede haber cambiado de forma notable. Otra cosa es que tenga reflejo directo en el voto. Hemos iniciado un ciclo de gran volatilidad electoral y estamos en plena transformación del sistema de partidos, pero millones de electores ya cambiaron de papeleta en diciembre y no cabe esperar un flujo tan voluminoso de votos si no es por un retorno masivo de votantes a los partidos clásicos, igualmente improbable. Las encuestas coinciden en señalar una tendencia al aumento de la abstención y que los votantes de los partidos conservadores se mantienen más leales. En conclusión, el nivel de participación podría marcar las diferencias entre las pasadas elecciones y estas, más que el trasvase de votos.

A pesar de los muchos estímulos que recibe, el elector medio no cambia de voto con tanta facilidad. Suele ser un proceso de maduración lenta, que requiere la digestión de un cúmulo de experiencias. Pero es claro que algo debe cambiar, si no queremos vernos con las mismas dificultades que nos han devuelto a las urnas. Se anuncia una campaña sucia, en la que los candidatos, protagonistas de las negociaciones fracasadas, se dedicarán a endosar la culpa a los demás. Los partidos tienen en su mano ofrecer a los electores incentivos suficientes para votar y despejar la situación. Pueden renovar las candidaturas y, sobre todo, facilitar información útil sobre la estrategia que van a seguir en las conversaciones que estarán obligados a entablar después de la votación. Por ejemplo, podrían dar a conocer sus vetos. Así, los votantes sabrían, al menos parcialmente, a qué atenerse.

Para encontrar una solución al bloqueo político del país y que pueda haber un gobierno estable, o cambian los dirigentes políticos o cambian los electores. Los votantes no van a cambiar de voto sin motivo. Antes, optarían por la abstención. Y por el momento se confirman los mismos candidatos, que emiten unos discursos que no responden a las inquietudes de los ciudadanos. En tal tesitura, los electores tendrán que deducir libremente sus conclusiones de lo que han visto en estos últimos meses. Pero esta no es forma de gobernarse un país.