Hace ahora un año, nos despertábamos con la tragedia del naufragio de más de setecientas personas que perdieron su vida en el Mediterráneo, muchas de ellas eran gentes que huían del terror de la guerra, del hambre, del fanatismo, de la persecución, que intentaban llegar a Europa con el deseo de encontrar un lugar de refugio. No eran los primeros náufragos; hace ya mucho tiempo que el Mediterráneo se está convirtiendo en un enorme cementerio. Parecía que las dimensiones de aquella tragedia, nos haría despertar de nuestra indiferencia; al cabo de un año, la conmemoración no ha podido ser más dramática, cuatrocientas personas primero y alrededor de quinientas días después, morían en parecidas circunstancias en el mismo mar. Hemos de reconocer la labor de organizaciones, de voluntarios, que trabajan por paliar esta tragedia, pero para mucha gente y sobre todo para los dirigentes de nuestros países, parece que la conciencia se halla dormida, si es que no ha muerto. Hablamos de la crisis de los refugiados, pero en esas imágenes se refleja la crisis en la que se halla Europa. A la vez que se cierran las puertas a los refugiados, que el Mediterráneo en vez de ser un espacio compartido, se convierte en un foso infranqueable, se levantan las fronteras en el interior de la Unión Europea, aumentan las tentaciones de los nacionalismos excluyentes, de la xenofobia, del racismo? Enclaustrados en nuestro pequeño mundo, nos recreamos buscando entre nosotros las diferencias. En la medida que levantamos fosos de defensa frente a los otros, nos los vamos creando entre nosotros mismos. Las fronteras que se levantan en Europa frente a los otros, lejos de cohesionarla, la divide cada vez más en su interior. Algunos, defendiendo estas medidas, hablan de la defensa de nuestra civilización. Es una contradicción querer defender nuestra civilización negando la hospitalidad, cuando ésta es el principio de toda civilización. Una mirada a los textos clásicos griegos, romanos, bíblicos, por citar solo los grandes fundamentos de nuestra civilización, nos da a conocer bellamente los valores de la hospitalidad. No tenemos más que recorrer las páginas de las obra de Homero, de los trágicos? para darnos cuenta del valor de la hospitalidad que era tenida como un deber sagrado. Cuando en Roma se dictaron medidas contra los extranjeros, aduciendo que se aprovechaban de la ciudadanía romana, Cicerón calificó tales leyes de bárbaras y contrarias al más elemental sentido de la civilidad. En los textos bíblicos, otro de los grandes pilares de nuestra civilización, son constantes las referencias a la hospitalidad, al derecho de asilo. En el libro del Éxodo está grabada una de las máximas que el pueblo judío no puede olvidar: «Cuando un emigrante se establezca entre vosotros, no lo oprimiréis, será para vosotros como el nativo porque emigrantes fuisteis en Egipto». ¿Cómo no pensar que se ponen en cuestión las bases de Europa, si se derrumban los pilares fundamentales de su civilización? Tal vez a algunos les parezca que sacar a colación estas referencias históricas, está fuera de lugar en estos tiempos que vivimos. El estudio de las humanidades no es ninguna inutilidad. Una sociedad que vive de espaldas a la historia, que ignora los grandes mitos fundacionales de la misma, es una sociedad sin puntos de referencia, que camina desorientada, dirigiéndose hacia el abismo. Cada vez que los medios de comunicación nos muestran a tantas personas que vienen buscando refugio y andan desconcertadas en un viaje a ninguna parte, en esas imágenes se refleja la proyección más acabada del camino que últimamente parece emprender Europa.