Mi padre llevaba toda su vida preparándose cuando le destinaron a Irak. Apenas conservo recuerdos de entonces debido a que tenía alrededor de seis años. Recuerdo que en mi cuarto había un montón de juguetes, pero sobre todo me gustaba jugar con soldaditos de plástico, como los de «Toy Story», y con mi león de peluche. Mi hermana, diez años mayor que yo, estaba enfadada todo el día y se encerraba en su habitación sin decir ni hacer nada. «NO a la guerra» era el lema escrito en el póster de la puerta de su habitación. La resignación de mis padres hacia su conducta crecía con el paso del tiempo, y llegó el día en el que mi padre se tuvo que ir. En el aeropuerto, mi hermana lo abrazó con el rostro congestionado por las lágrimas, rehusando soltarlo. Mi padre también lloraba, mientras intercambiaba miradas de mensaje inefable con mi madre. Yo llevaba mi león, con el que empecé a dormir solo, y me acerqué a mi padre, entregándoselo. Mi padre compuso una sonrisa como pudo y me dijo lo siguiente: «Pase lo que pase, siempre serás mi soldado favorito». Me revolvió el pelo y se fue hacia la puerta de embarque con el equipaje a cuestas.

A medida que pasaban los meses, nos iban llegando cartas desde diferentes ciudades y pueblos de nombres imposibles de recordar. De vez en cuando sorprendía a mi madre releyéndolas con lágrimas en los ojos y una sonrisa de esperanza. Llegó una carta con la promesa de volver, pero no se cumplió.

A pesar de todo, cuando en el colegio preguntaban qué queríamos ser de mayores, yo siempre respondía lo mismo: soldado. A diferencia de los demás niños de mi clase, a mí nunca me habían regalado una pistola de juguete, de hecho, no me gustan los juegos de guerra. Mi hermana entró a la universidad y cursó la carrera de Historia. Mientras ella estudiaba, solía contarme el porqué de los conflictos actuales, y no podía evitar sentirme impotente. Llegué al punto de hacer más ejercicio (por lo que dejé de estar gordito) con tal de prepararme para la carrera militar.

Nunca olvidaré la rutina diaria a la que me obligué a someter. A las seis en punto de la mañana, una ducha fría y seis kilómetros corriendo por el parque más cercano. A las ocho en punto, al instituto. Al salir de clase, comer e ir a la escuela de idiomas para dominar el inglés y no quedarme atrás con los idiomas. Más tarde, a estudiar, y antes de dormir, una tabla de ejercicios. Todo en conjunto no era tarea fácil, por lo que siempre llevaba la foto de mi padre cerca, para motivarme y no perder de vista mi objetivo. Mi madre, con cincuenta años, parecía más envejecida que nunca, así que me esforcé por hacerle la vida más llevadera ayudando en casa.

Años más tarde, me vi metido en un cuartel, donde conocí a los que ahora, más que mis amigos, son mis hermanos. Fueron tiempos de cambio y de paz. Recuerdo cómo mi capitán me dijo el primer día: «Un militar se pasa toda su vida preparándose para lo que quiere evitar». No necesité preguntar de qué me estaba hablando aquel sexagenario de ojos afables, ya que creo que lo que todos queremos evitar es la guerra. Mi hermana estuvo presente en los momentos más importantes de mi vida, al igual que mi madre. Las dos se mostraron, y se siguen mostrando, orgullosas de mí y de lo que he decidido hacer a pesar de la muerte de mi padre.

Ahora vuelvo al cementerio. Hace un día precioso para visitar la tumba del que siempre será mi modelo a seguir. La suya no es una tumba corriente, sino que tiene una inscripción en la lápida. Sus compañeros le pagaron un buen lugar donde permanecer eternamente. Estaba a la vista de cualquiera que paseara por allí. En la inscripción de su lápida, habíamos pensado poner «buen militar, mejor persona», pero se nos ocurrió algo que lo describía realmente.

No puedo evitar emocionarme y soltar alguna lágrima cuando leo su epitafio. Me provoca una mezcla de sentimientos entre la alegría, el orgullo, la tristeza de haberle perdido, y la esperanza de ser como él. «El miedo y las dudas no te pararon. Por eso en vez de soldado, héroe te llamamos».