El 26 de junio habrá nuevas elecciones. La campaña se cerrará el 24, día de Sant Joan y coincidirá con la «cremà de les fogueres». A ver si de verdad, ése fuego purificador, sirve para llevarse consigo gran parte de los males que aquejan a nuestra sociedad.

Los resultados del pasado 20 de diciembre dejaron un Congreso de los Diputados muy fragmentado y distinto a lo que, hasta ahora, había sido. Las matemáticas no facilitaban mucho la formación de gobiernos estables aunque deberían haberse intentado. Lo que sí demostró el 20-D era la apuesta por el cambio. El PP que tenía 186 escaños se quedó en 123 perdiendo 63 y el PSOE que tenía 110 bajó a 90. Fueron los grandes perdedores y, en cambio, Podemos con 69 y Ciudadanos con 40 los grandes triunfadores. La población votó pluralidad y por otro modelo de hacer política. Si a eso le unimos que, desde entonces, rara es la semana que no aparece algún nuevo caso de corrupción ligada al PP sin que Rajoy se dé por aludido, así como que van destapándose síntomas de una gestión más que deficiente en temas como la creación de empleo de calidad; aumento de la desigualdad; descontrol del déficit fiscal; aumento desorbitado de la deuda pública, etcétera, parece claro la urgencia en el cambio de Gobierno.

Pedro Sánchez tuvo la virtud de intentarlo. Gracias a su intento de investidura se puso en marcha el reloj constitucional que ha acabado obligando, después de dos meses, a convocar las nuevas elecciones. Rajoy no tenía ninguna prisa, sólo le urgía que le votaran a él para seguir gobernando. Si no, él seguiría en funciones «sine día» hasta el agotamiento final. Y además sin someterse al control parlamentario. Hemos visto en estos meses algo insólito: Rajoy y sus ministros se han negado a someterse al control democrático del Parlamento. Así da gusto mandar. Hemos tenido un gobierno de incontrolados. En cambio, el error Sánchez fue pactar con Ciudadanos, que le daba 130 votos y desdeñar buscar un gobierno de izquierdas con Podemos e IU que hubiera alcanzado un mínimo de 161 y posibilidades de otros apoyos puntuales. Es cierto que las negociaciones no fueron fáciles y fluidas: errores, vetos mutuos, recelos, etcétera y mucho «postureo» masivo, por todos lados, nos llevan a nuevas elecciones.

No pasa nada. Déjense de decirnos quién es más culpable que el otro por no haber pactado un Gobierno y dedíquense a ofrecer programas y compromisos creíbles para que, por un lado, la participación no se resienta y, por otro, que el electorado tenga claro lo que cada uno va a hacer con su voto. Las encuestas hablan de que no habrá grandes cambio. Sólo con leves oscilaciones en unos u otros, se pueden prefigurar gobiernos en coalición: unos a la derecha y otros a la izquierda. Ahí radica el primer compromiso que hay que aclarar: con quién se coaligará cada uno si, como anuncian las encuestas, hay que decidirse. Ayudaría mucho a los electores saberlo con antelación.

En todo caso hay que estar preparados. No se pueden repetir errores. Máxime en un sistema electoral tan injusto como el nuestro. El maltrato a IU que, con un millón de votos sólo sacó 2 diputados es escandaloso. Su integración junto a Podemos, Mareas, En Comù Podem, y Compromìs sería muy positivo. Hay que superar episodios pasados y unirse ante un objetivo común: rentabilizar todos los votos de izquierda que apuesten por la transformación y mejora social en nuestro país. Si así se hace, el resultado puede resultar fundamental para posibilitar el cambio real. El «sorpasso» es interesante, pero es secundario ante la garantía de poder formar una mayoría de progreso en España que venciera las reticencias y complejos que puedan existir, todavía, en las partes llamadas a confluir necesariamente para cambiar las formas de gobernar.

Mucho tiempo se ha perdido y los problemas de desigualdad en nuestra sociedad continúan presentes. El 26 de junio es otra oportunidad para empezar a resolverlos.