Con el 2 de mayo a la vuelta de la esquina y en vísperas de una nueva convocatoria de elecciones generales, no puedo evitar que en mi mente se acumulen recuerdos de rostros, imágenes y expresiones que pude ver en las pasadas elecciones del 20 de diciembre. Recuerdo la alegría contenida de Pedro Sánchez que a pesar de la sangría de votos tenía la llave de gobierno. Me viene a la memoria el «tic-tac» de Pablo Iglesias y las lágrimas contenidas al pisar el hemiciclo. Y recuerdo la tristeza controlada de Albert Rivera al no haber alcanzado el número de escaños soñado y la decepción y amargura que reflejaba la cara de Mariano Rajoy. Las encuestas no se habían equivocado y los Españoles, con más de 15 millones de votos, pedían a gritos un cambio en la política española. El partido popular perdía su mayoría absoluta y sabía de la imposibilidad de encontrar socios que lo auparan de nuevo al gobierno; nadie quería aparecer en la foto junto aquellos dirigentes y responsables de un partido salpicado, hasta la indecencia, de casos de corrupción. Todo apuntaba que había llegado el momento de desalojar democráticamente al PP de los órganos de gobierno; y los recientes pactos logrados en importantes Ayuntamientos y Comunidades Autónomas indicaban que era posible, que era el momento del cambio, que era el momento de que la política española girase hacia la izquierda.

Pero «¡qué poco poco dura la alegría en casa del pobre!». Durante los últimos ciento veinte tediosos y largos días, los votantes de izquierdas hemos sufrido distintos estados de ánimo a veces indignados, a veces esperanzados, a veces resignados, otras con tristeza y todos al comprobar como con el paso del tiempo aquellos en los que depositamos nuestra confianza, solo han mostrado una incapacidad absoluta para llegar a un acuerdo. Reunión tras reunión solo han conseguido poner de manifiesto una intransigencia y una testarudez que les ha llevado de ser posibles socios de gobierno a ser enemigos políticos. El creer por separado que cada uno de ellos estaba en posesión de la verdad y personificándose como los verdaderos y únicos representante de la izquierda han posibilitado que el amor propio y el egoísmo personal salpique y obstaculice cualquier posible acuerdo, por mínimo que fuera. Inmersos en demostrar que cada uno es mejor que el otro, se han olvidado del resto del mundo y lo que es peor del Partido Popular. En consecuencia y en un ejercicio de irresponsabilidad irritante de la izquierda española, ya no recuerdan la fidelidad del votante del PP y se olvidan valorar las encuestas que dan como ganadores de las próximas elecciones a los mismos que han llevado a la quiebra el estado de bienestar de los españoles, a aquellos que presumían de ser amigos de Rodrigo Rato, de Rus, de Fabra, de Granados o de Rita Barbera, entre otras.

Los pactos entre partidos políticos de izquierdas nunca han sido fáciles, basta con recordar en manos de quién estaba la Segunda República cuando desapareció trágicamente o la visión más simpática, y no falta de realidad, de los Monty Python en el largometraje La vida de Brian. Eso no exculpa la negligencia y la imprudencia tanto de Pedro Sánchez como de Pablo Iglesias al llevarnos a un callejón cuya única salida es la convocatoria de nuevas elecciones. Si de nuevo tenemos que acudir a las urnas y aunque la izquierda haya maltratado brutalmente nuestras ilusiones, aunque haya arrojado los votos del 20 de diciembre a la papelera, no podemos dejarnos invadir por la rabia, la desidia o el desencanto. El 26 de junio hay mucho en juego y no podemos cometer el error de olvidar nuestra obligación de acudir a los colegios electorales ya que de esos votos depende nuestra sanidad, nuestra educación y nuestro bienestar y no sólo el nuestro, también nos jugamos el futuro de nuestros hijos.