Abocados ya a la convocatoria casi segura de nuevas elecciones para principios del próximo verano, conviene intentar analizar por qué ha sido imposible la alianza de las diversas fuerzas de izquierda y de un posible Gobierno transversal de PSOE-Ciudadanos y Podemos para formar un gobierno de cambio. Para ponernos en lugar, conviene recordar que la unidad de la izquierda ha sido históricamente una quimera desde que se formara el Frente Popular de 1936, hasta el enfrentamiento armado entre comunistas y anarquistas en las calles de Barcelona en mayo de 1937, en plena Guerra Civil. Arroja bastante luz sobre esta evolución el historiador Santos Juliá en su último artículo en El País.

Recuperada la democracia, y tras la caída y descomposición de la UCD, fueron posible los gobiernos de izquierda bajo la hegemonía del PSOE, que integraba en ese momento la mayor parte del voto de las clases medias, trabajadoras e incluso un gran parte del voto del centro-derecha. El PCE, verdadera punta de lanza de la lucha antifranquista, sufría un inesperado e injusto descalabro que lo llevaba a una aposición testimonial en el Congreso y al cuestionamiento de Santiago Carrillo como líder del partido, a pesar de su papel histórico. En palabras de Juliá: «El hundimiento de la UCD, la hegemonía pronto consolidada del Partido Socialista en su espacio político, y la profunda crisis que llevó al Partido Comunista a esconder desde 1986 sus siglas tras la marca Izquierda Unida alumbró en la historia política española la insólita situación, nunca vista desde las Cortes de Cádiz, de un gobierno largo de izquierda».

El problema vino después, cuando el faccionalismo o división volvió a la izquierda y sobre todo cuando Julio Anguita toma las riendas de la Secretaría General de IU con el sueño del famoso sorpasso (en italiano, adelantamiento) del PSOE. Las ensoñaciones del califa cordobés le llevaron a urdir una pinza que él mismo reconoció y que se plasmó en las votaciones conjunta de PP e IU en el Congreso, y que supusieron un factor muy importante para que Aznar llegara a la Moncloa en la victoria de 1996: era el tiempo del acercamiento de «las dos orillas». Anguita, nuevo mentor de Pablo Iglesias, que halaga la capacidad del líder podemita para conquistar el poder siguiendo la doctrina de Lenin, e Iglesias que ha confesado en varias ocasiones tener de referente político a Anguita, vuelven a soñar ahora con el sorpasso al PSOE y la «pasokización» del mismo, por eso no ha tardado ni un minuto en ofrecer un acuerdo de coalición a Alberto Garzón, aun sin haberse convocado las elecciones, con el doble objetivo del citado adelantamiento y de frenar la sangría de votos en Podemos de los muchos ciudadanos bienintencionados y ahora tal vez desencantados que se pueden mostrar en el nuevo proceso y que han podido contemplar el ansia por el poder de Iglesias y la poco que ha priorizado sus necesidades en el debate político (más allá de citar la «cal viva», año 93, cerramos el círculo).

El bloqueo de la izquierda amenaza con garantizar a la derecha la permanencia en el poder antes de haber procedido a una limpieza a fondo de su partido, ante los numerosos casos de corrupción. La forma adoptada ahora por Podemos, en una especie de imitación del «centralismo democrático» era completamente denostada en el 15M, donde un observador de los movimientos de las Plazas pudo contemplar la diferencia entre las consignas populares y los dictámenes del círculo supremo actuales, una vez ya extinguido los círculos intermedios. Ha bastado un año de gobiernos municipales (el caso de la edil de la formación morada en el Ayuntamiento de Alicante puede servir de ejemplo), para convencer a los dirigentes de los movimientos sociales (mareas, movimientos vecinales, etcétera), ahora mismo en horas bajas, de las virtudes inherentes de la adhesión al partido como organización, entre ellas, la de ampliar su cuotas de poder. Tal vez los ciudadanos valoren esto en las urnas, e identifiquen a los que han trabajado por el acuerdo y a los que lo han hecho por el desencuentro.