La cuestión de si el siglo XXI ha traído consigo la ruptura de los moldes clásicos sobre los que se construyó la narrativa política desde hace más de dos siglos (derecha/izquierda, racionalismo/irracionalismo, tradición/progreso; dictadura/democracia; consenso/conflicto; individuo/comunidad; hombre/mujer; naturaleza/cultura; derecho/moral), y si las sociedades contemporáneas están inmersas de lleno en un tiempo y un espacio postmodernos, afecta a todos en general, y desde luego a los partidos políticos, viejos y nuevos.

Una de las características de lo postmoderno, como desafío filosófico y político, consiste precisamente en proponer que dichas contradicciones pueden y deben ser superadas mediante una narrativa que de sentido a las dispersas, fragmentadas, multifacéticas y diferenciadas subjetividades individuales: una narrativa capaz de articular las colectividades, en un momento en que el mundo de las certezas en las que estábamos instalados parece disolverse en un magma sin sentido.

Si algo importante han venido a aportar los nuevos movimientos políticos es precisamente la aceleración de esta problemática, entre lo viejo (lo clásico) y lo nuevo (lo postmoderno). Esta suerte de transición, sin embargo, no está exenta de contradicciones: pues en el día a día de la acción política se interpone una dialéctica implacable: la política entendida como pelea «amigo/enemigo» y la política entendida como bien común.

En PODEMOS, por ejemplo, un partido que aspira a tener un aire postmoderno, luce esta contradicción: la de un Pablo Iglesias, un clásico del comunismo, según confiesa, que no ha hecho crítica de lo que el comunismo real ha supuesto, se sitúa de lleno en la dialéctica «amigo/enemigo», es decir, en un planteamiento puro y duro de conquista del poder a cualquier precio, aún a costa de llevar las cosas al terreno de cuanto peor, mejor. La construcción de sentido, en el caso de Iglesias, actúa como mera táctica de captación de votos, dejando de lado los problemas reales de la gente. Todo eso sin contar con el cultivo de una imagen narcisista y autoritaria desde la que imparte lecciones todos los día sobre la verdad y su revelación mística.

Iñigo Errejón, por el contrario, como algunos de sus escritos ponen de manifiesto, sobre todo los más recientes, se sitúa más bien en la órbita del bien común, en el sentido de que la construcción de un proyecto político para España (del cual está muy necesitada), precedida por una narrativa mayoritariamente asumida, puede y debe llevarse a cabo sin despreciar a otras fuerzas políticas, partiendo de la realidad compleja de un país como el nuestro, sin rupturas institucionales catastróficas y con respeto a los principios constitucionales propios de un Estado social y democrático de Derecho. De hecho, sus posiciones, aún con grandes indefiniciones, no estarían muy distantes de las que ofrece la social-democracia. De hecho, se ha insinuado que, andando el tiempo, bien podría ser un exponente de una social-democracia renovada en España.

Por el momento y parece que para los restos, la batalla interna la ha ganado Iglesias, el cual encamina a PODEMOS por la vía del pacto clásico con IU (una izquierda unida desnortada) y con distintas fuerzas nacionalistas, en una apuesta tacticista que bien puede hacer desertar de la operación a partidarios de unos y otros. No creo que, una vez vistos los resultados de este largo periodo de bloqueos, en los que el PP y PODEMOS han hecho pinza, los electores permanezcan indiferentes al respecto. Lo de Iglesias y PODEMOS no tiene nada de postmoderno; es más de lo mismo, corregido y aumentado.