Contaba Gustavo Martín Garzo un suceso recogido en la prensa y en el que se vio envuelto un vecino de Villanubla, en Valladolid, hace ya más de medio siglo. Una mañana de niebla el lugareño circulaba con su furgoneta llevando una vaca a la ciudad para venderla. La carretera atravesaba el antiguo aeropuerto, entonces en manos militares. Seguramente por la niebla, nadie le impidió el paso al tramo que servía también de pista, con la mala fortuna de que un bombardero tomó tierra en ese preciso instante.

Del accidente resultó la completa destrucción del automóvil y la muerte de la vaca, pero inesperadamente el lugareño resultó prácticamente ileso. Magullado y aturdido fue conducido a la comandancia del aeropuerto, donde el militar al mando le ofreció una gratificación generosa a cambio de que el incidente quedara olvidado. El paisano, todavía desorientado, pareció meditar brevemente y negó con la cabeza. Por lo que parece el militar pensó que la negativa se resolvería aumentando la indemnización y lo hizo tantas veces como pudo, al tiempo que insistía en el compromiso de no contar a nadie lo ocurrido. Apremiado por las proposiciones el paisano volvió a negar con la cabeza una y otra vez, hasta que por fin tuvo el aliento necesario para explicarse: no podía aceptar el trato si implicaba no contar lo sucedido en el bar de su pueblo.

Tal vez nos parezca que la estrechez de la vida rural hablaba por boca del infortunado propietario de la vaca muerta y la furgoneta desguazada. Es posible. Además, el rigor con el que aquel hombre preveía atenerse a la palabra dada si aceptaba el trato, nos parece de otra época. Pero más allá de esa y las otras circunstancias, es posible que el paisano intuyera que en la propuesta del militar una amenaza que ningún otro ser vivo puede temer: no vivir para contarla.

Si la vaca hubiera sobrevivido al incidente no habría hecho más que seguir con su vida de pastos, porque para los animales sobrevivir no es más que vivir. Sin embargo, la supervivencia humana no es un mero hecho fisiológico, pues nuestra vida segrega un orden nuevo de la realidad en el que vivir implica «sobre-vivir» a la mera subsistencia. Necesitamos contar nuestra vida para poder vivirla realmente, humanamente. En realidad necesitamos contarnos lo que vivimos para vivirlo. Y eso es lo que percibía nuestro lugareño, que no poder contarlo habría sido tanto como agostar el prodigio que significaba seguir vivo después de que un bombardero le arrollara en pleno aterrizaje. La supervivencia humana no está lograda antes de que podamos contar lo vivido, porque para vivirlo del todo hay que poder contarlo.

Cada día cada uno de nosotros es arrollado por algo todavía más letal que un bombardero aterrizando: el tiempo disgrega y dispersa lo que somos y lo que hacemos, y lo que son aquellos a quienes amamos. Nuestra vida discurre desvaneciéndose apenas la hemos vivido. Por eso contar la vida es como recogerla y en cierta medida preservarla para poder seguir vivo. Como Sherhezade en «Las mil y una noches», necesitamos concluir cada día con una buena historia que contar o no sobreviviremos.

No es que estemos vivos para contarlo, es que sobrevivimos esta mera vida contándola. El gusto de los hombres por contar historias, lejos de ser un pasatiempo es más bien el intento humano por evitar que el tiempo sea un mero pasar, por encontrarle a la vida el argumento que la convierta en una historia en la que poder (sobre)vivir comprendiéndola. Solo las historias nos curan en alguna medida del tiempo que nos hace vulnerables y nos extravía. Contar historias es asumir esa fragilidad y cuidarla. Como la luz y el calor que da el fuego en medio de la noche, así las historias que nos dejan comprender el mundo nos arropan y nos reúnen.

Nadie sabe bien lo que le ha pasado antes de poder contarlo, y de ahí la irrefrenable necesidad de contarle nuestra vida al primero que se deje. En realidad y de un modo u otro, en todo lo que decimos buscamos también decirnos: pronunciar el nombre desconocido e inaferrable que somos. Y es que la pregunta acerca de quién somos no tiene otra respuesta posible que una narración: nadie sabe quién es sin una historia con la que poder decirse.

Sin embargo, nuestra historia no es un monólogo sino una conversación. Como los tapices, estamos hechos de las hebras de las vidas de los demás, de todos los que amamos, y el sentido de nuestra vida tiene más la figura conjunta que unos nos damos a otros que la de un autorretrato o un soliloquio: nos contamos unos a otros. La soledad consiste en ser una historia en la que nadie encuentra cobijo y que nadie puede compartir.

El dolor es -dice San Agustín- el sentimiento que se resiste a la división y, en efecto, cuando la separación se hace invencible y nos arrolla, rompemos a llorar. Cuenta Isabel Allende que cuando su hija Lucía yacía enferma e inconsciente a su lado, sintió que no podía hacer nada por ella salvo escribir su historia, para que si despertaba la encontrara de algún modo puesta a salvo. En realidad, la escritora hizo como los niños que temen perder lo que tienen y se aferran contándolo y recontándolo. Y es que si alguien puede volver a contarnos y recoger por nosotros lo que se ha roto y dispersado, entonces nos reúne de nuevo en un abrazo que es el consuelo.

Pero ni la muerte de Lucía atendió al conjuro de las historias de su madre, ni la nuestra se demorará ante las nuestras. Por eso la más invencible e irrevocable de las separaciones nos pone en la tesitura de saber si hay alguna historia capaz de resistírsele, recoger lo roto y reanudarlo todo. Así que el gusto de los hombres por contar y escuchar historias, y el pensamiento mismo que aspira a reunirlo todo en un argumento, no son un lujo para ociosos, si no la necesidad humana más genuina: vivir para contarla.