Mira que me ha costado reconocerlo: toda la vida queriendo ser rico y ¿para qué? Sólo conseguiría ser un marginado social y un defraudador. Cuánto mejor es ser pobre y tener sobre tus hombros el peso del país y la obligación de ser solidario quieras o no. Si a ello sumamos las dificultades de que un camello pase por el ojo de una aguja -Jesús dixit- mi gran sueño se tambalea. ¿Es preferible la ética o la riqueza? ¿Podría ser rico teniendo sobre mi conciencia que mi oro dormiría en paraísos fiscales a salvo de las manos avariciosas de la Agencia Tributaria? ¿Me merecería la pena afrontar las penas del Infierno (o eso o conseguir laminar al camello)?

Ser rico está sobrevalorado, ya lo ven. Es preferible ser pobre en este Mundo y vivir cómodamente en el Paraíso, aunque si no existe el Más Allá la hemos liado «parra», pero tampoco hay necesidad de ponerse en lo peor. Si tantos millones de clérigos se han sumado al voto de pobreza digo yo que será por algo, que pudiendo vivir en el Vaticano a todo tren han elegido vivir en el Vaticano (hasta ahí el cuento no cambia) con total modestia y humildad. Y eso, siendo Príncipe de la Iglesia, es mucha renunciación, pero sus motivos tendrán y a su esperanza me sumo.

Y no digo yo que me apetezca siempre pagar impuestos. Concretamente cuando llega la nómina y veo los descuentos que me aplican sin anestesia me cabreo sobremanera. No tendría problemas en hacer las cuentas a fin de año: tanto me he beneficiado de la sanidad, de las carreteras, del guardia al que pago y del diputado que -ejem- me representa, pues toco a esto y aquí paz y después gloria. Pero, no señor, me quitan la pasta por adelantado y las reclamaciones al maestro armero, así no hay forma de ahorrar un capitalito para llevarlo a Panamá o a Jersey, que pilla más cerca. Suiza tiene más caché, hay que reconocerlo, pero, a la par que aburrido, es un país carísimo y lleno de tentaciones en forma de reloj de pulsera. La última vez que fui llevaba un saco de euros y en vez de meterlos en una cuenta cifrada los invertí en un Omega, imagínense la delgadez del saco. Encima los bancos suizos se camuflan y ni ponen anuncios ni tienen sucursales a la calle como el Santander y en cualquier piso superguay del centro de Ginebra, por ejemplo, tiene su sede un chiringuito que ríete del difunto Escámez, que era un señor que me caía bien porque de botones llegó a ser presidente de su banco.

Total, que sólo los pobres pagamos impuestos y sostenemos con nuestros impuestos a tantos chupópteros que viven de nosotros y a la multitud de gastos suntuarios, comiditas y coches oficiales que utilizan en -dicen- beneficio nuestro los políticos y demás ralea. Tampoco la cosa viene de ahora: no hay más que saber un poco de historia para advertir que han sido los de siempre los que sostenían con sus magras rentas a la nobleza y al clero y encima ponían la carne de cañón para las guerras, hasta que en Francia se les hincharon las narices y se puso a trabajar la guillotina como si no existiera mañana. En España, ni eso: se ha guillotinado poco y mal y encima nunca se han tocado los privilegios, de tal forma que seguimos siendo para muchas cosas y sobre todo en materia contribuyente un país feudal.

No crean que me hace ninguna gracia ser pobre; si lo piensan tampoco tiene ningún mérito: me lo han dado hecho. A lo más que llego es a no entrar en la categoría de «pobres de pedir», que era como el encargado del archivo fotográfico de mi periódico tenía la carpeta de fotos de pedigüeños, en los tiempos en que las imágenes no estaban en el ordenador sino en copias de papel fotográfico y en carpetas de cartulina color crema. Bueno, en ese nivel no entro, aunque si se fijan tampoco hay muchas diferencias con los de Panamá: ni trabajan ni pagan impuestos y en cuanto a su atuendo indumentario, he visto ricos de esos que en su ansia viva por llamar la atención no tienen nada que envidiar, en cuanto a desharrapados, con los que se sitúan a la puerta de algunas iglesias.

Todo se dará por bien empleado si alcanzamos el Cielo, pero ya les advierto que como no exista el Paraíso, me van a oír.