Todos los gobiernos, de uno u otro color, manifiestan un aparente interés por nuestra felicidad. Razones habrá para ello, aunque dudo que sea por puro altruismo. Ya saben que, para mantenerse en el poder, es aconsejable que la ciudadanía se sienta algo feliz. Atentos a este detalle, que no es lo mismo sentir que ser. Tratándose de una quimera -esto de contagiar de alegría a todo un país-, cuando menos siempre será mejor convencernos de que no estamos tan mal. Si se disponen de los medios adecuados, hasta es factible transmitirnos cierto punto de irrealidad. Algo así como un delirio compartido; una folie à plusieurs que dirían los clásicos.

La felicidad de una nación no siempre depende, de manera prioritaria, de su estatus económico. Cierto es que, en los países con mayor renta per cápita, sus habitantes se sienten más felices que allí donde los recursos escasean. También lo es que mucho tienen que ver las expectativas que nos generamos y que, cuanto más realistas sean éstas, mayor será probabilidad de que se cumplan nuestros deseos. El dinero ayuda, por supuesto, pero otros factores influyen incluso en mayor medida que el vil metal.

Cuando el parné no acompaña, hay que ser imaginativo para convencer a la plebe de que vivimos desbordados de bienestar. El ejemplo técnicamente más elaborado es, sin duda, el índice de Felicidad Nacional Bruta (FNB) que utilizan en el recóndito Bután desde los años setenta. Parece inicialmente coherente que, para conocer el nivel de bienestar de un país, se consideren otros indicadores distintos a los económicos. Ahora bien, la utilidad de este índice se pone en duda cuando es diseñado por una monarquía que, en aquel entonces, aún era absolutista. En un país con un Producto Interior Bruto situado en la 157ª posición mundial, solo cabe compensar la pobreza percibiéndose feliz. Cuestión de situarse en el eslabón adecuado de las necesidades, sin aspirar a obtener más allá de las que son básicas.

Este ejercicio de disfrazar la realidad siempre ha sido más propio de las dictaduras, aunque ya es práctica habitual en todo tipo de sistema político. Nada como el recurso al circenses -aunque sea sin panem- para confundir la efímera alegría que produce, con la felicidad y el bienestar. Tanto dictadores como líderes demócratas siguen empeñados en vendernos la burra de que todo es jolgorio y alegría. No tengo duda alguna de que, entre los sátrapas, destacan sobremanera los norcoreanos. Cae en mis manos una encuesta en la que les sitúa como el segundo país más feliz del mundo, ligeramente superado por China. Les siguen Cuba, Irán y Venezuela. Vaya, los cinco paraísos terrenales. Es obvio que hay gato encerrado, puesto que se trata de un sondeo realizado por la televisión pública -y única- del régimen de Kim Jong-Un ¿Y cuál es el país más infeliz? Es evidente: Estados Unidos. Basta con que el Líder Supremo lo decida así. Ni dos millones de muertos por hambruna permiten argumentar lo contrario.

Entre los países democráticos, el gobierno de Nicolás Maduro -dictadura «de facto», democracia en origen- se lleva la palma a la hora de preocuparse por la felicidad de su pueblo. Ahí sigue ese Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo, que va camino de cumplir tres años. Podrá criticarse su utilidad en un país en el que, por no haber, no hay ni papel higiénico ni compresas. Pero, al fin y al cabo, si el gobierno venezolano dispone de más de cien viceministerios ¿por qué no tener uno consagrado a tan importante misión? Lo justifican bajo el argumento de que es un legado de Bolívar. Como los presos políticos, supongo.

Lo de Kim Jong-Un y Maduro puede ser un tanto extremo pero, al fin y al cabo, se trata de regímenes autoritarios, donde el pueblo no pasa de ser un convidado de piedra. Extraña más la reciente incorporación de Mauricio Macri al club de líderes políticos comprometidos con la alegría de sus compatriotas. El presidente argentino -demócrata y de ideología radicalmente opuesta a los anteriores- ha incorporado a las reuniones de su gabinete a un asesor en materia de felicidad. Aunque Daniel Cerezo, el fichaje de Macri, no ocupará ningún cargo público, ayudará a convencer a los argentinos de que las cosas no andan tan mal como cuentan.

En los tiempos del corralito, el cantante Diego Torres prácticamente elevó a rango de himno nacional su «Color esperanza». Entonces ¿por qué no van a triunfar las proclamas de Cerezo? Ideas como que «todos somos pobres por lo que nos falta y ricos por lo que podemos dar» o «la peor pobreza es perder la capacidad de soñar» son, indudablemente, muy acertadas. Cuando las cosas vienen mal dadas, no hay mejor estrategia que ser resilientes y atender solo a lo positivo. El problema es cómo convencer de ello a quienes no tienen nada que llevarse a la boca. Que la teoría es una cosa y, la cruda realidad, otra bien distinta.

Más allá del interés individual -sincero o no- que manifiestan los gobernantes, la correcta administración de un país influirá en la felicidad de la ciudadanía. Pero existen miles de factores que van a determinar ésta en mayor medida. Somos felices por la gente que nos rodea y nuestro modo de afrontar la vida. A veces solo basta con que nadie venga a amargarnos la fiesta. Y, visto cómo están las cosas, un buen gobierno debería preocuparse por no hacernos infelices, más que por transmitirnos una ficticia imagen de bienestar.

El poeta y cantautor argentino, Facundo Cabral, decía que el mundo está lleno de pendejos o boludos, según prefieran, lo que en España viene a ser un tonto del capirote. Cabral establecía su particular tipología de pendejos y, entre todos ellos, consideraba al demagogo como el más peligroso, porque cree que todo el pueblo es igual de pendejo. Estos son los que intentan convencernos de que el mundo de Yupi existe y se puede alcanzar. O, aún peor, que ya vivimos en él.

Cuídense de ellos y sean felices. Que serlo depende de cada uno; no lo duden.