Si un incendio en mi casa me obligara a salvar un solo objeto, cogería sin dudar el libro Mujercitas de Louise May Alcott. Fue mi primera novela, la más preciada desde el punto de vista sentimental. Regalo de mi abuela. De niña tuve la fortuna de que la vida me entregara a tres abuelas: Concepción, quien me ofreció cariño incondicional; Celeste, quien me mostró cuan grande podía ser el mundo; e Isabel, quien me abrió la puerta de la lectura, de la literatura, de los libros. Pertenezco a esa generación que sobrevivió a su infancia con las novelas de aventuras de Edmundo de Amicis, Emilio Salgari, Alejandro Dumas y Julio Verne, a las que traicionó en la adolescencia por las sagas de El Capitán Trueno, Mortadelo y Filemón, Asterix y Obelix y Tintín. Las décadas de lectura me han permitido ir escalando historias y ser hoy quien soy. En los libros encontré un amante fiel, divertido, sensual, sensible, inteligente, aventurero y audaz. Y lo más importante, gracias a ellos nunca me sentí sola. La literatura es para mí una medicina que me salva en momentos críticos de la existencia, en la que encuentro reposo, reflexión, pensamiento y un manual para conocer a las personas y a mí misma. En los libros aprendí a vivir y a no temer la muerte. Temo, sin embargo, el día en el que no sea capaz de leer, en el que no recuerde lo mucho que leí, me pierda lo mucho que me queda por leer y lo nuevo que está por descubrir. Por todo esto, hoy, como todos los años, de la mano de mi hija, entraré en la librería a la que acudo desde hace décadas, como si fuera a un templo, para comprar libros. Para mí, La sombra del eunuco, de mi reverenciado Jaume Cabré. Para ella, seguro que algo de Rick Riordan. Le volveré a recordar lo que me susurró mi abuela Isabel cuando me entregó mi primer tesoro en papel: «Si te aficionas a la lectura, nunca estarás sola». Desde el cariño y el respeto, es el mejor consejo que le puedo ofrecer.
