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Jesús Javier Prado

El fútbol es un cuento

Como cada jueves por la tarde, Juan José Pardo Romero (jefe de negociado del departamento de contabilidad en una empresa de cartonajes) abrió a duras penas la puerta de su casa, sin poder ocultar por enésima vez las secuelas -tanto físicas como psicológicas- que el partidillo semanal que jugaban todas las semanas los empleados (operarios de planta contra los «señoritos» de la administración) le provocaba: peligrosamente cerca de esa barrera invisible pero poderosa que supone cumplir los cincuenta, las caídas, empujones, pisotones y balonazos se dejaban sentir en el cuerpo de Juan José sin posibilidad de disimulo («¿ya vienes otra vez cojeando?¿qué ha sido esta vez, a ver, qué? ¿un tirón en la ingle, una sobrecarga de los abductores, un pelotazo en la zona genital, eh, eh?» le decía su mujer desde el salón, todo comprensión, cariño y empatía. Viéndose lo que se le venía encima, farfulló una respuesta que no entendió ni él, y en una arriesgada pero a la vez habilísima maniobra, hizo un magnífico regate al aparador de la entrada huyendo de la boca del lobo y esprintando hacia la cocina para echar las calcetas, el pantalón y la sudada camiseta (su número era el siete: como Cantoná, como Keegan, como Butragueño) al cubo de la lavadora.

Mientras terminaba de vaciar la bolsa y guardar las botas y pensaba qué hacía de cenar a los niños (¿bocaditos de merluza con brócoli vaporizado, quesadillas de parmesano y aguacate, filetes de panga con tomatitos «cherry»: los adolescentes de hoy en día eran sumamente exigentes..), no paraba de darle vueltas a lo evidente: si seguían jugando así, las humillaciones futboleras a las que les sometía semana tras semana el equipo azulón de los operarios, no tendrían fin. Como buen hombre de números Juan José creía en la estadística, y ésta era bastante concluyente: de los catorce últimos partidos, habían perdido catorce. «Y si queréis, la próxima semana venimos sin portero?» le había dicho al finalizar la pachanguita con una media sonrisa Parreño, el capitán y goleador rival, encargado del torito de almacén, y también el encargado de que todo el mundo en la empresa, desde la recepcionista hasta el director general, supiera a la mañana siguiente el resultado del «match» con todo lujo de detalles.

Y es que el equipo no funcionaba: Belmonte (oficial primera de administración, con dos quinquenios de antigüedad y plus de nocturnidad. Sin alevosía...) era un portero con las manos de plastilina; a Javaloyes le rompían no sólo la cadera, sino la columna vertebral y el sistema nervioso al completo en cada jugada; a Juárez, aparte de un hervor, le faltaba campo (tú le dabas la pelota a Juárez y echaba a correr como un poseso, sin importarle a dónde: la última vez que le dimos un pase, apareció en el ascensor de su casa. Lo juro); y Gosálbez («a mí, llamarme Pelusa», decía, el tío...) tenía toque en corto, pero una barriga tan grande que le impedía ver dónde estaba el balón cuando lo tenía bajo sus pies. Un desastre.

Mientras metía los platos en el lavavajillas («los martes, los jueves, los viernes, los sábados y los domingos te toca a ti, cariño: he hecho esta mañana el sorteo que acordamos-aprovechando que tú no estabas y que estamos en régimen de gananciales- y te ha salido a ti el palito más corto») daba vueltas y vueltas a la solución, para llegar a una conclusión: la gravedad de la situación exigía decisión, acción, compromiso. Liderazgo, en suma. El lunes a primera hora sin falta, y emulando al gran Bill Shankly en el Liverpool, reuniría en el cuarto de impresoras y material de oficina a Belmonte, a Juárez, a Javaloyes, a Gosálbez, a Contreras, a Morales y al resto, y entre olor a tóner, tinta y celulosa y con Cold Play de fondo, les hablaría de compromiso, de sacrificio, de convencimiento. Eso, o se atendrían a las consecuencias de las durísimas medidas que tomaría: obligaría a memorizar los últimos quinientos asientos contables, eliminaría las calculadoras para conciliar los extractos bancarios y retiraría la máquina del café y de los saladitos (esta última medida era de una dureza extrema, lo reconocía...). Por su parte (el liderazgo responsable exigía concesiones a la tropa) se comprometía a no volver a imitar a Hugo Sánchez con el remate del «escorpión», ya que su efectividad (la estadística, otra vez la maldita estadística) brillaba por su ausencia...

En todo eso pensaba, con los niños ya en sus camas, la mesa de la cocina limpiada y el lavaplatos y la lavadora funcionando como un cañón, cuando cerró los ojos y empezó a visualizar la salida del túnel, a imaginar un horizonte distinto, a pensar que en fútbol no hay nada imposible (Grecia ganó una Eurocopa, Salinas jugó en el Barca, Wanderley Luxemburgo entrenó al Madrid, Zubizarreta casi, casi, paró una vez un penalti, en su época de juvenil en Lezama), y que en estas circunstancias se hacían y demostraban los liderazgos, cuando oyó la voz de su mujer diciéndole que dejara de pensar en las musarañas y que la lavadora ya había parado y que tendiera la ropa y estirara bien los calcetines, que ya era hora de que aprendiera de una puñetera vez.

Pero Juan José, con la mirada perdida, una sonrisa risueña y el cubo de tender en el regazo, ya sólo, sólo, veía goles, pases, rabonas, desmarques, chilenas...

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